jueves, 3 de mayo de 2012

ESTAMBUL, UNA CIUDAD DESLUMBRANTE


   ESTAMBUL, una ciudad deslumbrante.
(marzo 2012)










 Cuando se alude a Estambul, una de las cosas que suele decirse es que es la única ciudad que se encuentra a la vez en dos continentes, Europa y Asia. En cuanto a situación geográfica, pensaba que tal característica era puramente convencional, porque los límites entre estos dos continentes son sobre todo políticos, por mucho que la cordillera de los Urales parezca un límite natural entre ambos, o el canal del Bósforo, que es justamente el que en Estambul separa Europa de Asia. Pero lo que sí es cierto es que esta ciudad está situada en un cruce de culturas, y que Europa siempre ha sido fundamentalmente cristiana, mientras que Asía, en su parte más occidental, ha sido musulmana. La religión ha condicionado las costumbres y hasta el carácter de las gentes, la cultura de uno y otro lugar. En Estambul se han encontrado ambas culturas, porque aunque sea predominantemente musulmana, la forma de vida de las gentes se ha visto notablemente influenciada por Europa a lo largo del siglo XX. El motivo de tal influencia, a juzgar por lo que he leído, más que por la proximidad, se ha debido sobre todo al prestigio de unos países que se encontraban a la cabeza del desarrollo tecnológico y de las libertades personales. Y también porque el imperio Otomano, alineado con Alemania durante la primera guerra mundial, fue vencido por los Aliados, quienes impusieron los límites de la nueva república turca, ya que, gracias a Ataturk, no pudieron repartirse los despojos de aquel. Así que los turcos, derrotados y humillados por occidente, aunque desarrollaron un fuerte sentimiento nacionalista, fueron volviendo sus ojos hacia los países que les derrotaron, de mayor nivel de vida, con el fin de superar la pobreza y la amargura. Orham Pamuk, en su libro Estambul, Ciudad y Recuerdos, habla precisamente de esto. La ciudad “en blanco y negro” que el captó en su infancia, debido a la humillación y la amargura de la derrota, de la extinción del imperio Otomano, de su importancia como pueblo, busca recuperar el color a través de los años, acercándose a Occidente. Me he preguntado al estar en Estambul y captar, un tanto asombrado -¿iba con prejuicios?- que la gente de allá era amable, respetuosa y acogedora, si esto se debía a aquel estado de cosas y a la aspiración que cualquier pobre tiene a vivir mejor, de manera que tiende a valorar más todo lo que viene de países más ricos. Un poco como pasaba en España en los años sesenta y setenta del siglo pasado. Nuestro nivel de vida era bajo entonces y tendíamos a sobrevalorar a los europeos del norte, más ricos, que venían de visita. En cambio ahora tendemos a menospreciar a los emigrantes que llegan a nuestro país con el lícito y comprensible afán de mejorar de vida. Pero puede que la amabilidad a que me he referido, el respeto al visitante, esté en el talante de los turcos, en su natural forma de ser, al margen de los avatares de la historia, aunque sin duda esta ha debido de influir de alguna manera. Estambul es, pues, asiática y europea por su amalgama de culturas, por las influencias que recibió y recibe de ambos continentes.



    El adjetivo que mejor le va al Estambul que he conocido creo que podría ser “deslumbrante”, por su luz, por supuesto, pero también porque produce admiración, una admiración que alcanza a la ciudad en sí, sus monumentos, sus paisajes, su situación geográfica, junto al Bósforo y el mar de Mármara, pero también a sus gentes, ese bullir de vida en sus calles y plazas, que se acerca al de toda gran ciudad, pero que al mismo tiempo tiene sus propias peculiaridades. En Estambul, al menos en los lugares más céntricos y concurridos, hay un comercio continuo, una invitación a consumir en la calle, a comer en ella. Vendedores de castañas, de mazorcas de maíz cocidas, de roscas de pan con sésamo, de zumos de granada o naranja, abundan en la ciudad, apostados con sus carritos en sitios fijos o yendo de acá para allá. 




Junto al puerto se venden bocadillos de caballla, y los puestos de fruta exhiben su variedad y color para atraer al viandante e invitarle a probar. Todo se dispone para que quede cerca del estambulí y de los turistas. Muchos restaurantes muestran en grandes escaparates los suculentos platos que se pueden comer dentro. Y las dulcerías proliferan doquier, atrayendo los ojos de los más golosos, pero igualmente de los simples curiosos, mostrando una gran variedad de formas y colores en sus productos.







































El bazar egipcio, cerca del puerto de Eminonu, encanta con los olores de sus variadas especias y yerbas para infusiones, con los olores y colores de estas; pero también, nuevamente, con los apetitosos dulces que nos invitan a probar para convencer al visitante de que merece la pena comprar algunos. ¿Quién, en efecto, puede salir de allí sin nada en las manos?



La máxima expresión de este mercadeo se da en el Gran Bazar, casi todo un barrio cubierto, con su dédalo de calles y rincones, llenos de tiendas de todo tipo de mercancía: oro, plata, ropa, cuero, antigüedades, alfombras, cerámica, objetos de recuerdos, especias, infusiones, alimentos… Todo un mundo, en fin, preparado para comprar y vender, para negociar precios y, quizás, para fomentar relaciones. Hay además en el Gran Bazar cafeterías, restaurantes y hasta lugares de rezo cuando llega el momento de la oración al musulmán más ortodoxo. Un mundo abigarrado en todos los sentidos, aunque ordenado. Catorce puertas comunican este bazar con el exterior. Y fuera, al aire libre, hay otro bazar más grande aún, sin límites precisos, pues todas las calles aledañas siguen mostrando tiendas por doquier, hasta lograr saturar al vendedor y arrojarle a la indiferencia. Aunque esta afirmación la hago sobre todo por mí, que vagaba sin rumbo, por el mero afán de mirar y comprar quizás algún recuerdo. Supongo que para el ciudadano que desea comprar cosas concretas, este barrio y sus inmediaciones, debe de ser el adecuado. Para el mero turista puede ser sorprendente pero al mismo tiempo cansado. Lo era al menos en mí y mis compañeras de viaje, quienes con las compras ya hechas, deseosos de comer, estuvimos buscando por los alrededores, vagando de aquí para allá sin éxito, durante más de una hora, finalmente agotados.





    Estambul es además deslumbrante por sus perfiles, contemplados de cerca y en la distancia. En la plaza del Hipódromo, esa plaza rectangular del distrito de Sultanahmet, donde al parecer hubo realmente un circo romano, construido por Séptimo Severo en el 203 d.C, uno puede sentirse apabullado ante la belleza y grandiosidad de la mezquita Azul y de Santa Sofía, ambas cercanas, con sus inmensas cúpulas y sus minaretes puntiagudos. En el mismo hipódromo se alza la columna de Teodosio, un obelisco egipcio que se trajo de Karnak, de 30 metros de alto. A pesar, pues, del paso de los años, de las remodelaciones hechas en este espacio abierto, los vestigios históricos y los monumentos nos hablan continuamente de tiempos que fueron gloriosos para Estambul, la vieja Constantinopla de Bizancio. Y en la distancia, navegando por el Cuerno de Oro o el Bósforo, o simplemente desde cualquiera de las tres partes de la ciudad separadas por el mar, la europea –vieja y nueva-, y la asiática, el perfil de la ciudad es magnífico y, en determinados momentos del día, conmovedor. Supongo que si hubiera crecido en esta ciudad, su paisaje, con sus casas en declive hacia el mar, y con la profusión de cúpulas y alminares, con la maciza, pero al mismo tiempo elegante, torre de Gálata, y con sus puentes uniendo lo que separa el agua, formaría parte de mí, indisolublemente, que me sentiría orgulloso de que así fuera. No obstante, este perfil ha cambiado con el tiempo, y pese a que ahora la ciudad está mejor urbanizada y tiene edificios más sólidos y confortables, debió de ser más bello el anterior a su rápido desarrollo de las últimas décadas. El Estambul del siglo XIX y principios del XX, cuando todavía estaba en pie el imperio otomano, atraía a artistas europeos, escritores y pintores, que viajaban deseosos de captar formas y costumbres diferentes a las de su entorno. Orhan Pamuk cita a Flaubert, Gerard de Nerval, André Gide, Knut Hansum, Mark Twain… y cada uno de ellos captó a través de sus particulares miradas un Estambul diferente, aunque todos, en general, se sintieron de alguna forma admirados por esta singular y apasionante ciudad. Claro que no faltaron también las críticas. Al parecer la ciudad desencantó a Flaubert quien, según Pamuk, gustaba más de un oriente con beduinos y desiertos. Cuestión de gustos. Pese a ello se quedó tres meses en Estambul disfrutando de sus burdeles, “de lo extraño, lo terrible y lo sucio de sus calles”, escribió él mismo. Estambul atrae, pues, a pesar de sus defectos, o incluso por ellos. En el siglo XIX, vigente aún el imperio otomano, tenían lugar en las calles ejecuciones y castigos diversos a base de torturas. Acostumbrados a esto, los estambulíes los miraban con indiferencia o con ese gusto recóndito por lo sádico que cada uno tenemos dentro en mayor o menor medida, y que aflora sobre todo cuando la costumbre, lo permitido por la ley, descarga nuestras conciencias. Los europeos, con otros códigos de conducta, disfrutaban igualmente estos macabros espectáculos, con una mirada que me parece más enfermiza. Pero todo ello formaba parte del exotismo de Estambul, y eso, lo diferente, lo extravagante es lo que iban buscando los viajeros occidentales.




En Estambul había muchos edificios, palacios, mansiones o simples casas, que eran de madera, pero al parecer este material perecedero cayó en desgracia cuando imperaba la necesidad de parecerse a Occidente, y después de la primera guerra mundial gran parte de estos edificios se quemaron, ante la mirada sorprendida, excitada o entristecida de los habitantes. Habían ardido antes, supongo que por accidente, y siempre tales incendios constituyeron un espectáculo para la población y los visitantes. Quedan todavía en la ciudad casas de madera, la mayoría viejas o en ruinas, aunque ahora, con el gusto por lo antiguo, con el prestigio que cobra ante nuestros ojos lo de otro tiempo, como una vuelta a los orígenes, a lo genuino, o al menos a lo tradicional, se busca restaurar esas casas viejas o construir nuevas siguiendo los cánones antiguos, lo que hasta cierto punto está bien, sólo hasta cierto punto, porque las formas de antaño con materiales nuevos se parecen sobre todo a pastiches que no acaban de convencer. Concedámosle, no obstante, el derecho a que el tiempo pase por ellos y quizá acaben pareciendo auténticos. Esto me lleva a una cuestión que me ha interesado leyendo el libro de Pamuk. Al concepto de pintoresco. Para mí la principal acepción, la única en verdad que yo conocía, era la de estrafalario, peculiar en el sentido de alejado de lo nuestro, es decir, un tanto exótico. Pero pintoresco es además todo cuanto puede presentar una imagen con cualidades plásticas, es decir, que es digno de ser pintado. Estambul es pintoresco en los dos sentidos, al menos para los de fuera. Para John Ruskin la belleza pintoresca es la fusión de una obra con su entorno a lo largo del tiempo. Es decir, resulta pintoresco un edificio en el que se nota el paso de los años, sobre el que ha crecido tal vez musgo como una pátina, o cimbalarias entre las grietas de sus muros; el que muestra las grietas de las décadas o de los siglos, como las arrugas de una piel. Esta es una visión que comparte mucha gente, en general gente culta, sensible a las cicatrices del tiempo, a las que ven como algo que fortalece y que confiere dignidad. Así, si aceptamos esta visión, y yo lo hago, todo lo nuevo, hecho a imitación de lo antiguo, en su bienintencionado afán de recuperarlo o de imitarlo, ha perdido su pintoresquismo, la belleza plástica que invita a ser atrapada por un pincel o por una cámara de fotos, aunque pueda resultarnos agradable a la vista. Pero como ya dije, es cuestión de tiempo que también lo que se construye ahora a imitación de lo antiguo alcance, pasados los años, la misma dignidad. Al fin y al cabo, muchos de los monumentos que admiramos hoy fueron reconstruidos, renovados hace siglos.


    La religión ha configurado la ciudad que vemos hoy en día en la distancia, o en nuestros recorridos por ella. Porque hay mezquitas aquí y allá, y todas tienen una estructura parecida, a imitación del primer gran templo de la entonces Constantinopla: Santa Sofía. Esta iglesia, construida por orden de Constantino en el siglo IV después de Cristo, y reconstruida posteriormente por Justiniano, a quien debe su actual grandiosidad, tiene una enorme cúpula de 33 metros de diámetro y 67 metros de alto, apoyada sobre numerosos contrafuertes, con dos pequeñas cúpulas adheridas en el este y en el oeste. Posteriormente, tras la conquista otomana en 1453, el templo pasó a ser una mezquita, se le añadieron los cuatro alminares que posee en la actualidad, y a partir de entonces sirvió de modelo para las demás mezquitas de Estambul. Compiten en grandiosidad con Santa Sofía, la Mezquita Azul y la de Suleimán, ambas con enormes cúpulas y con cuatro altos alminares. Cuando uno entra en ellas se siente extasiado por ese espacio inmenso, amplio y alto, cobijado por cúpulas y arcos, con delicados adornos geométricos o florales en sus paredes, y con una luz tamizada por los ventanales que contornean la base de las cúpulas y los de los muros. Debe ser fácil para los creyentes, en tales lugares, elevar su espíritu a su dios, sentir su presencia, y sobre todo su majestuosidad. Es imposible no admirar estas obras de arte hechas para la mayor gloria de Dios, pero si fuera creyente preferiría el recogimiento y la quietud de una ermita o de una pequeña iglesia románica para orar. Prefiero un dios íntimo, cercano y sencillo, a uno que destaque sobre todo por su gloria o su majestad. El caso es que el horizonte de Estambul está frecuentado por cúpulas y minaretes que sobresalen aquí y allá, a distinta altura, en el perfil de la ciudad, y esa es la imagen que quedará en mi memoria. Dicen que es inolvidable divisar este perfil desde el Bósforo, al atardecer, cuando el cielo se torna rojizo. No nos fue dado contemplarlo así, no al menos en todo su esplendor, porque la atmósfera es a menudo enturbiada por una especie de calima, que esfumina las formas y los colores. La tarde caía al regresar de una excursión de todo un día por el Bósforo, pero el sol aún estaba alto y refulgía brillante sobre las aguas. Por encima de ellas Estambul era una franja caliginosa de escaso relieve, en la que por tanto lo que destacaba era justamente el perfil de cúpulas y minaretes.