viernes, 1 de abril de 2011

VIAJE A LA INDIA. Impresiones de un turista convencional (1).


  No debe de ser fácil conocer la India, ese país inmenso, de una extensión superior a seis veces la de España, con mil cien millones de habitantes, numerosas lenguas, varias religiones, y una cultura milenaria muy diferente a la occidental. Así que mi viaje al norte de la India no ha tenido semejante propósito. Unos diez días de estancia en ella, visitando ciudades de la cuenca del Ganges, y unas cuantas más al sur, y viajando al ritmo impuesto por una agencia turística, a fin de mostrar bonitos monumentos y algunas facetas de tales ciudades, dan para muy poco. Apenas para conocer esos monumentos y una pizca de la vida que late en los lugares visitados.
    Un viaje para ver un poco de la India por fuera, como diría sin duda Álvaro Enterría, el autor del libro titulado La India por dentro, libro que me ha acompañado durante el viaje, con la buena intención de saber algo más del país que visitaba, antes que con el mero deseo de entretenerme en los días de mi recorrido. Y ni siquiera leyéndolo es fácil conocerlo, pues tal como lo muestra el autor, me resulta demasiado complicado, quizá porque ha querido profundizar mucho, buscar claves y explicaciones al complejo entramado de la India, y una lectura atenta, pero a salto de mata, en lugares a veces poco adecuados, como los aeropuertos, o en momentos no idóneos, a menudo al final del día, ya cansado, no parece adecuada para asimilar cuanto en este libro se dice. Pero algo ha quedado en mí, y me ha ayudado a entender un poquito mejor lo que he visto y sentido en este corto viaje.


   Dice Alvaro Enterría que el viajero que aterriza en la India por primera vez suele recibir de entrada una impresión muy fuerte. No ha sido mi caso, quizá porque he viajado mucho y he visto bastantes países, quizá porque no he hecho otra cosa que dejarme llevar por los planes de la agencia de turismo. Supongo que más bien esto último, porque de haber llegado yo solo a Nueva Delhi, un país de unos 16 millones de habitantes, lo que es seguro es que me habría agobiado, incluso entendiendo bien el inglés, cosa que por desgracia no es así. Y tal vez, metido en la marea humana de esta enorme urbe, hubiera recibido esa fuerte impresión que cita el autor. Añade un poco después, que “a poco que el viajero se interne fuera del centro moderno de las grandes ciudades, se verá sumergido enseguida en una desbordante exuberancia que su mente no puede abarcar: demasiadas cosas para poder analizarlas. Exuberancia de población, razas y de tipos humanos, de vestimentas, de animales, de sonidos, olores, estímulos visuales, de suciedad y basura, de telas y colores...”  Y esto sí, esto sí que lo he comprobado en este viaje mío, aunque haya sido un mero viaje turístico.

He visitado fundamentalmente ciudades grandes, de entre uno y tres millones de habitantes, aparte de Delhi. Ciudades como Jaipur, la capital del Rajastán, o como Agra, y Benarés, en el estado de Uttar Pradesh, que se extiende por la cuenca del Ganges, o como Gwalior, en el norte del Madhya Pradesh, el estado vecino, al sur de aquel. Y ciudades menores, pero en modo alguno pequeñas, como Orchha y Kajuraho, un poco más al sur de la anterior. Las grandes tienen en común el enorme caos circulatorio en que viven inmersas, y la gran cantidad de gente que se ve ir y venir a pie, sorteando con total tranquilidad los numerosos vehículos que circulan como les da la gana, aunque eso sí, limitados por la simple norma de procurar no dar a otro y que no te den a ti. Y fuera de las partes modernas, si es que las tienen, lo normal es ver comercios por todos lados, sin escaparates, con carteles anunciadores en las puertas, bien abiertas para que se vean sus productos y tenderetes de lo que sea, de verduras, frutas, flores, de comida preparada, o simplemente los diversos productos expuestos en el suelo, sobre cestos o esteras. Por todas partes se venden flores, y guirnaldas hechas con ellas, para las ofrendas a sus dioses. La calle es un torrente imparable de bicicletas, ciclomotores, coches, camionetas, rixas (una especie de carro pequeño, generalmente cubierto, tirado por una bicicleta, para transportar personas) o mototaxis, que hacen sonar sus bocinas sin empacho alguno, como si así fuese más improbable el encontronazo de un vehículo con otro. Y tal vez sea así, puesto que a pesar del caos, no he sido testigo de ningún choque, lo que de entrada, pese a que no he frecuentado las calles sino lo preciso para la visita turística, es todo un logro. Excuso decir que atravesar la calle sin que te arrollen es una proeza. No obstante se le va cogiendo el tranquillo, y creo que, de haber estado más tiempo, enseguida hubiera adquirido la habilidad suficiente para caminar con cierta desenvoltura, como hacen los propios indios. Pero no es un plato de gusto para un occidental medio tener que caminar pendiente en todo momento del tráfico. Sin duda que forma parte del espectáculo que un turista va a contemplar, pero reconozco que, de haber ido por libre, hubiera preferido caminar con más tranquilidad por aquellos lugares que, fuera del bullicio y el tráfico imparable, son enormemente curiosos para un europeo, por ser tan diferentes a cuanto en Europa pueda verse, incluyendo Palermo o Nápoles, dos de las ciudades más ruidosas y caóticas, pero también más exuberantes, que conozco.


 El centro de las ciudades visitadas es similar en todas ellas. Parecen pueblos viejos, sucios y ruidosos, pero en modo alguno una ciudad, como las conocemos en Europa. Al menos esa es la sensación que me han dado Jaipur y Benarés, ambas de unos tres millones de habitantes, cuando he caminado cierto tiempo por sus lugares céntricos, comerciales y monumentales. El Palacio de los Vientos de Jaipur, cuya fachada, de profusa arquitectura y ornamentación, está en una calle corriente, sin cuidar, en la que el tráfico es continuo. La camioneta turística aparca un momento, y el turista sale de ella para hacer unas fotos y mirar anonadado aquella preciosa fachada que está allí como cualquier otra, con más tiendas de recuerdos en sus inmediaciones, y eso sí, con un encantador de serpientes junto a ella, como reclamo turístico: una foto, una propina. Tal vez todo eso forme parte del encanto del lugar. En Benarés los templos están por todos lados, pequeños y grandes, comunes, formando parte del paisaje urbano, en el que pueden pasar desapercibidos, entre tanto de todo: gente, coches, bicicletas, carros, tiendas, animales. Pero de repente tus ojos se posan en un pequeño espacio en el que hay unas campanas que unas mujeres tocan, y después juntan las manos y miran al frente, quizás a algún dios. Descubres así, inesperadamente, un templo, mezclado en el inmenso y vertiginoso caleidoscopio de las calles. Todo está mezclado allá y las imágenes entran y salen de ti como partes de un rompecabezas, que tu mente ha de recomponer, o dejarlo así, deshecho, tal como te llega, sin tiempo ni deseo para trabajo alguno. Estás de paso, de visita, para mirar y hacer fotos, a fin de poder atrapar un poco de todo eso que te penetra sin quedarse.


Samode

 No es igual en los pueblos, o al menos, debería decir, no lo es en los pocos pueblos en los que entramos. Uno de ellos, camino de Orchha, del que no sé su nombre, aunque seguramente el conductor de nuestro vehículo nos lo diría. No es fácil captar las palabras pronunciadas en indi, ni siquiera en inglés, a menos que te las escriban. Poco da, no obstante, y basta decir que sería un pueblo cuyo núcleo principal tendría unos diez mil habitantes. Entramos en él para visitar un antiguo palacio de un rajá, bastante deteriorado, pero que conservaba gran parte de su encanto. Llegamos hasta el mismo palacio, con apenas tráfico, con apenas ruido. Las calles eran estrechas y poco concurridas. Tal vez el motivo fuera que gran parte de la población estaba reunida en un espacio abierto, delante del palacio, bajo un gran toldo, celebrando cualquiera sabe qué al ritmo de una música tradicional con ciertos toques modernos. De aquel agrupamiento urbano llegaban voces, sonidos, que en modo alguno formaban algo parecido al ruido de las ciudades. Y en Samode, otro pueblo, este camino de Jaipur, donde nos paramos a comer en el palacio de un marajá, y por una de cuyas calles caminamos, la sensación era similar, cierta tranquilidad, otro ritmo de vida, adecuado para el juego de un padre con sus hijos, o para la contemplación de un muchacho subido en cuclillas sobre un murete de la calle. De repente otro grupo de personas, muchas mujeres, con sus vistosos saris, y unos pocos hombres que discuten por algo. Un muchacho corre hacia mí, al verme diferente, haciendo fotos, sabiéndome pues un turista, esperando quizá un caramelo o un lápiz, cosas que desgraciadamente no tenía, de manera que se conforma con ver en la pantallita de mi cámara la foto que le hago después de obtener su asentimiento. No te asedian en los pueblos, como en las ciudades. Te miran con cierta curiosidad, o te ignoran, acostumbrados a ese ejemplar humano llamado turista, que con otro color de piel y con cámara en mano, aparece de vez en cuando por su pueblo.

   Es también un poco la diferencia entre una carretera de varios carriles, que unen ciudades grandes, y las carreteras pequeñas, estrechas y en mal estado, que unen los pueblos o ciudades de menor importancia. En aquellas son los camiones los que predominan, y sólo mucho más allá de ellas se puede ver un poco de vida humana, andando por caminos o trabajando en diversas faenas del campo. La carretera que va de Delhi a Jaipur está llena de camiones. No son camiones como los nuestros, aunque como estos transporten mercancías, porque van engalanados de forma muy curiosa. Llenos de colorido, brillantes, con guirnaldas como las de las fiestas de acá, con pegatinas reflectantes, parecen competir a ver cuál es más llamativo. Este afán por el adorno y el color no es exclusivo de los camiones, también se ve en los vehículos de la ciudad, como los motocarros, expresión quizá de espíritus alegres y extrovertidos, lo que sin duda son la mayoría de los indios. Pero en las carreteras que unen los pueblos la circulación es bien distinta. Predominan los vehículos poco pesados, las motos, las bicicletas, o el simple caminar de la gente. Hay además vacas sueltas, como las hay en las ciudades y los pueblos. Pero aquí el tráfico, desde la camioneta en que viajábamos, no parece menos peligroso. Siempre con prisa por llegar, el conductor hacía adelantamientos que jamás me hubiera atrevido a hacer. No es el único, sino sólo uno más que se adapta a la norma no escrita de apañárselas uno como pueda para no embestir y no ser embestido. Cuando decidía adelantar, a menudo se veían bicicletas en sentido contrario. Procuraba no arrollarlas, pero lo conseguía la mayoría de las veces, porque simplemente se apartaban, se salían de la calzada, al arcén arenoso, para volver a ella pasado el peligro.
   Lo mejor de ir por carreteras pequeñas es que se puede ver más fácilmente la vida de la gente, cuando atravesamos los pueblos. A veces, al disminuir la marcha, porque por ejemplo se interpongan vacas en el camino, se acercan los chiquillos a vernos o a saludarnos, esperando casi siempre, eso sí, algún caramelo, que ellos llaman chocoleit. Camino de Kajuraho tuvimos un pinchazo y Rajú, el conductor, tuvo que parar para cambiar la rueda. Mientras lo hacía, ayudado un poco por mi amigo Franky, se acercó primero un niño a ver, pero en seguida le siguieron otros, y otros. Miran, nada piden, aunque esperen algo, y sólo cuando ven que les ofrecemos cosas, se animan. A los chiquillos, cualquier cosa les alegra y les ilusiona.

Pero naturalmente esto no es conocer la vida rural de la India. Ni por asomo. Apenas unas imágenes diferentes, algunas manifestaciones de curiosidad y de alegría, y poco más. Es fácil sobrevalorar la vida rural por su aparente sencillez y tranquilidad, como lo contrario por su falta de medios, su pobreza. Puede que ni una ni otra cosa sean del todo ciertas. Así que me limito a constatar lo que vi, nada más.

El día que pasamos en Kajuraho, hicimos una excursión facultativa, después de comer, a las cataratas Panday. Como hacía ya mucho que no llovía, no vimos tales cataratas, sino una árida garganta rocosa en la que el agua, abundante durante los monzones, se reducía a unas cuantas charcas, más o menos grandes, en las que se había estancado. Dudo que siquiera hubiese una pequeña corriente de agua entre ellas. El lugar, no obstante, tenía su atractivo: calma casi absoluta, naturaleza bien conservada, aunque todo estuviera muy seco, y fauna accesible. 

Garganta Panday

 Y sobre todo, de ahí que lo refiera ahora, nos permitió conocer una casa rural. Tal vez estaba incluido en el programa, tal vez fue cosa del conductor –uno especial para esa excursión, no Rajú, el conductor que llevábamos desde Gwalior-, lo cierto es que nos paró junto a una casa aislada en el campo, pudimos entrar en ella y allí una señora, ataviada con su sari o vestimenta similar, nos mostró cómo hacía ciertas faenas, tales como conseguir mantequilla de la leche de búfala, o hacer tortas de pan, en un periquete, que después nos ofreció con un guiso ya listo. La mujer sin duda esperaba que en cualquier momento parasen turistas, estaba preparada para ello. Le ayudaba su hijo, un adolescente que nos dijo estudiar en Kajuraho. Había con ellos una niñita, sin duda la hija y hermana, que mostraba cara medrosa, como si tuviera recelo de los extraños. Lo cierto es que durante aquel rato que pasamos allá, pudimos ver qué sencilla era la casa, tal como lo refiere Enterría en su libro al hablar de la vivienda rural. Había un patio delantero con algunos árboles –un papayo en el medio, en un alcorque. La fachada era de ladrillo, con un zócalo alto y encalado. En ella había puestas a secar tortas de estiércol, que después usan como combustible, y que apilan en el patio, una vez secas. La casa tenía una sola habitación, sin muebles, con jergones para dormir, y pasando esta se accedía a una especie de cobertizo, que vendría a ser cocina y comedor. En él nos mostró la señora la forma de hacer el pan. Molió unos granos pequeños, como de mijo, para hacer harina. Esta la mezcló con agua y sal, y amasó la mezcla con un rodillo. Hizo con su mano unas tortas, y las colocó sobre un cuenco de barro puesto al fuego. En unos minutos hizo todo. Seguía a la “cocina” una huerta de la que obtener parte de los alimentos de subsistencia. Pero ni pudimos entendernos con la mujer, ni apenas con el hijo y el conductor, que hablaban algo de inglés, de manera que nos limitamos a mirar, hacer fotos, y dar las gracias con un billete de cien rupias.
   


  
   
  
    Supongo que la mayoría de la gente que viaja a la India, ha oído hablar alguna vez de las castas, una forma de organización social exclusiva de este país. He sabido por Enterría que fueron los portugueses quienes utilizaron por primera vez esta palabra, para referirse a los diferentes estamentos en que vieron estaba dividida la sociedad india. Pero añade que tal palabra tiene el inconveniente de referirse a dos realidades distintas: los varnas y las jatis. Varna significa clase, color, mientras que jati significa especie o nacimiento. Los varnas son cuatro: Brahmanes, Kshátriyas (Reyes, administradores, guerreros), Vaishyas (comercientes y trabajadores por cuenta propia) y Shudras (artesanos y trabajadores por cuenta ajena). En cambio los jatis me ha parecido entender que se corresponden con ciertos oficios, que pasan de padres a hijos, que pueden ser los predominantes en distintos pueblos. Una jati puede constituir en ellos la casta dominante, que podría corresponder a una varna inferior. En fin, es algo lioso, pero en su conocimiento asienta en gran medida la comprensión de cómo funciona la sociedad india, especialmente en los pueblos. En la ciudad, en donde la sociedad de consumo exportada de occidente ya está imponiendo sus normas, el sistema de castas empieza a perder terreno. La India, pues, está cambiando, y me temo que no dejará de hacerlo en los próximos años, más para mal que para bien. De hecho, creo que las grandes ciudades que he conocido, caóticas, ruidosas, donde la miseria y la mugre es más evidente que en los pueblos, son consecuencia en gran medida de la sociedad de consumo que desde hace unos años progresa cada vez más. Dice Enterría que hace veinte años había muy pocos vehículos en las ciudades. En cambio ahora, la competencia y el deseo de ganar más, ha hecho que proliferen bicicletas y motos –más accesibles para la mayoría- pero también coches, motocarros, etc, lo que ha traído el ruido y el caos circulatorio imperante en ellas.
   El caso es que esto de las castas lógicamente es inapreciable para un extranjero que acude a visitar la India por unos días. Lo que un turista puede apreciar es que unos viven mejor que otros, pero que la mayoría vive mal. Parece ser que apenas hay hambre, aunque la alimentación deficiente es un hecho: no hay más que ver qué flacos están la mayor parte de los indios. Sin embargo, en mi opinión esto no es más terrible que la sobrealimentación de que adolecemos en los países desarrollados, con buen nivel de vida. Además lo último es por supuesto mucho más escandaloso. No obstante, aunque no sufran hambre, sus vidas parecen bastante más precarias que las nuestras, especialmente en lo que concierne a la salud pública. Esas cantidades ingentes de basura, esas aguas sucias en las que se bañan, son sin duda fuente de enfermedades. Y enfermedad significa sufrimiento. Ahora bien, el sufrimiento es subjetivo, y es como tantas cosas relativo. Depende de a lo que estemos acostumbrados, de lo que nos hayan enseñado, de lo que hayamos visto a nuestro alrededor. Los indios parecen conformes con su situación, y resignados ante sus males. Tal vez eso les permita sobrellevar mejor la adversidad. Un occidental, como yo mismo, diría que esto no es bueno, que mejor es rebelarse y luchar por una vida más saludable y feliz. Y naturalmente, creo que también esto es relativo. ¿Somos más felices aquí, con todos nuestros medios y bienes, que allí, rodeados por la precariedad a la que me he referido?

    He escuchado a menudo que la gente que va a la India, vuelve cambiada, con otra visión del mundo. No sé si es un tópico, pero sí que eso ha hecho que considere especial a este país. ¿Qué ve la gente en él, para sentir el deseo de cambiar? ¿Se da cuenta de lo accesorias que son las cosas materiales que a veces anhelamos, y desea superar este obstáculo para ser más feliz? ¿Por qué la India es tan especial? ¿Lo es más que otros de su entorno, por ejemplo, como Myanmar, Vietnán o Laos? He estado en este último país, que es también muy diferente al nuestro, y la vida elemental de la mayoría de la población, su aparente desapego de las cosas, el espíritu budista que la anima, lo hacen sin duda también muy especial, pero Laos siempre ha sido un país poco conocido, cuya cultura apenas nos ha llegado ni siquiera por documentales: esa puede ser la diferencia con la India. Esta nos es mucho más conocida, tal vez a través de los británicos que la colonizaron, tal vez porque ha tenido un papel más preponderante en la historia del mundo. No lo sé. A lo que quiero llegar es a que la India es un país único pero no en mayor medida que lo son otros, como China, o como Guatemala, ambos con culturas muy antiguas e importantes.
Yo no he vuelto cambiado, por supuesto, de la India. Siempre que voy a países de los llamados del Tercer Mundo, me siento inclinado a reflexionar sobre el valor de las cosas, nuestras cosas, y suelo preguntarme, como ya he hecho tras este viaje, si son más infelices que nosotros. En muchos casos no lo parecen.
   Una de las peculiaridades de la India, que podría explicar el cambio operado en quienes la visitan, es su espiritualidad. Su religión, sus creencias. Mayoritariamente es un país hinduista. No he sabido en qué consistía el hinduismo hasta ahora, y ni aún ahora, que he leído este libro tan completo, lo sé bien. El hinduismo parece ser una religión multiforme, que admite de todo, que todo tiene cabida en ella, incluso las demás religiones. La consecuencia de esto es la tolerancia, lo que en mi opinión es una de las virtudes humanas más admirables. Quizá sea esto lo que hace tan especial a la India tradicional. A lo largo de su historia las guerras, los disturbios, las rencillas, sólo han llegado de mano de los invasores, que han pretendido imponer su religión y su criterio.
   La religiosidad de este país yo la he sentido palpable en Benarés, la ciudad que, quizá por ello, más me ha impresionado. Benarés es la ciudad santa del Ganges, y a ella acuden cuantos desean sentirse más puros, mejores, y hacer méritos para superar el samsara, la rueda de las reencarnaciones. Y lo que la hace santa es precisamente la madre Ganga, cuyas aguas son sagradas. Poco da por tanto que estén sucias, o que a veces trasporten cadáveres flotantes. Nuestra visión de occidentales no puede entenderlo, pero al parecer es así. ¿Cómo sentir asco de bañarte en aguas que purifican?


 Fue la última ciudad de la India que visité. Si Jaipur, con sus cerca de tres millones de habitantes, me pareció una ciudad ruidosa, caótica y sucia, Benarés, de una población semejante, la supera. Quizá porque llegamos por la tarde, a una hora de máxima afluencia. Me es imposible describir aquello. ¡Había tanto de todo! La gente estaba, mirando, vendiendo, hablando; la gente compraba, rezaba, iba y venía. A veces, entre la gente, alguna vaca aturdida. Y los vehículos, innumerables y de todos los tipos y colores, en un flujo ensordecedor que viene y va, pidiendo paso a golpe de claxon, embistiendo a poco que te descuides. Los edificios, cochambrosos y sucios, en consonancia con el pavimento, donde se acumula basura por doquier. Notables edificios a veces, sin duda de mejor pasado que presente. Y sin embargo, huele bien Benarés, o al menos no huele mal. El mérito puede ser de los numerosos puestos de guirnaldas de flores. En una ciudad santa hay aún mayor motivo para las ofrendas a los dioses.
   No anduvimos más de media hora para acceder a los ghats o escalinatas del Ganges, a donde llegan los peregrinos que buscan purificarse en sus aguas. Como la estación de los monzones quedaba ya lejana, el nivel del río era bajo. Los que se bañaban en él, pues, tenían que pisar el cauce de tierra, en parte descubierto, de manera que removerían el lodo y las aguas, de por sí sucias, lo parecían aún más. Con todo, el peregrino no creo que tuviera más escrúpulos que con el río alto. Se zambullían en aquellas aguas con cierto deleite, superada, supongo, la primera sensación de frialdad transmitida por el agua. La temperatura, aquella tarde, no pasaría de los veinte grados. Yo miré a quienes se bañaban (no eran muchos), pero asimismo a quienes pululaban por los ghats: santones, vendedores, peregrinos, simples curiosos, turistas.
   Como atardecía, nuestro guía contrató los servicios de una barca a remo. La manejaba un hombre que por su aspecto parecía viejo. Me gustó el rostro sereno que descubrí en él. Remaba sin prisas, sin que pareciese le costara hacerlo, realizando simplemente su trabajo, acostumbrado a aquel ambiente que de seguro no le impresionaba como a nosotros. La barca, a unas decenas de metros de la orilla, avanzaba paralela a ella, al tiempo que quienes la ocupábamos mirábamos con curiosidad todo, deseando atrapar cada imagen, cada escena, con nuestras cámaras. No me pregunté entonces por este impulso unánime en los turistas, como yo mismo, aunque no pude evitar sentir en algún momento que era un intruso, justo por ese afán de querer fotografiar todo. Lo hago ahora y me digo si es lícito irrumpir de forma tan masiva y descarada en estos santuarios naturales donde los nativos realizan sus ritos, acostumbrados quizá a nosotros, a quienes toleran con resignación o con indiferencia. Sentía que invadía la intimidad ajena, aunque ocurriera en un escenario público. Que lleguen curiosos a este mundo tan peculiar es natural. Que se entremezclen con respeto entre la gente, observen, analicen, se hagan preguntas..., es esperable y bueno. Que lo invadan sacando fotografías a diestro y siniestro ya no me parece tan bien. Y sin embargo, allí estaba yo, como uno más, evitando hacer la reflexión que hago ahora. A menudo, en estos mundos tan diferentes al nuestro, donde la gente y sus costumbres constituyen un espectáculo para nosotros, debo luchar entre el impulso de capturar las escenas con mi cámara, y el respeto que la gente se merece. Me digo que no hay nada malo en fotografiarla, porque no busco negociar con esto, ni reírme, ni alcanzar notoriedad por una buena fotografía obtenida al azar, simplemente apuntalar mis recuerdos, tan frágiles. Pero yo creo que hay lugares en los que la presencia de los turistas, especialmente si son multitud, rechina y molesta a la vista, pero sobre todo resulta indecorosa. Algo así ocurría en Benarés, aunque la profusa presencia de turistas, la mayoría, como nosotros, en barcas, fuera relativamente silenciosa.
 Nuestro objetivo era llegar hasta un lugar donde se hacían cremaciones. Pronto vimos en la distancia el fuego, y el humo que se esparcía en el aire. El guía nos dijo que cuando nos acercásemos, no se podían hacer fotos, en señal de respeto. Acatamos la norma y observamos con curiosidad las piras funerarias –había tres-, los familiares de los difuntos pendientes de ellas, los amigos, los curiosos. Los prismáticos que llevaba para la observación de aves, me permitieron ver la escena de cerca. Me sobrecogí al descubrir en una pira los pies desnudos del difunto que el fuego devoraba. Seguramente alguien que no había sido amortajado por falta de medios. En las otras piras sólo se veía el fuego, y quizá en una la silueta de un cuerpo que ya estaba carbonizado. Pero el atractivo de aquello era estar allí, respirando aquella atmósfera peculiar, mirando aquella escena abigarrada que se repetía día tras día desde tiempos inmemoriales. No eran los detalles, en este caso, lo que interesaba.
  Antes de regresar el guía nos dio unos pequeños cuencos adornados con pétalos, en cuyo interior había una vela. Cada uno depositó en el Ganges el suyo, con la vela encendida, como una ofrenda de la que se espera que se cumpla un deseo. Fueron quedando a la deriva, como otros muchos, y por unos segundos yo vi aquellas pequeñas luminarias en la noche como un rosario de anhelos ocultos.


  Asistimos después a una fiesta, en los ghats, en honor de la madre Ganga. Seis o siete estrados con petalos de flores acogían a otros tantos sacerdotes, muy jóvenes, que alternativamente iban ofreciendo al río, fuego, aire o flores, al tiempo que no paraban los cantos y los sonidos de pequeñas campanas, que unos muchachos, colocados más atrás de los estrados, tañían a intervalos. Una multitud, más de peregrinos que de turistas en este caso, asistía al festejo. Yo lo contemplé desde lo alto de una terraza de un sencillo café, a donde nos condujo el guía. Al principio tuve la sensación de que era solo un espectáculo turístico, pero poco a poco, los sonidos, los cantos, los sahumerios, me fueron conduciendo a la realidad de un festejo tradicional auténtico, al margen de turistas y de cualquier provecho comercial, aunque lo hubiese.
 Al día siguiente, bien temprano, nos levantamos para acudir a los ghats a contemplar las abluciones, y quizá –aunque la hora no fuese la mejor para ello- alguna cremación más. Era de noche aún cuando llegamos, y ya había algunos creyentes que se animaban a darse el baño purificador. Nos volvimos a subir a una barca, en la que, en esta ocasión, remaba un muchacho. Conforme nos fuimos moviendo aguas arriba, fue amaneciendo. La oscuridad fue reemplazada por la penumbra, y esta por un luz gris-azulada. Los edificios de los ghats fueron cobrando forma y color, aunque todo se veía aún desvaído por la ausencia de los rayos solares. Otras muchas barcas se movían con la misma finalidad, es decir, formando parte de un programa turístico. Por fortuna imperaba un relativo silencio, y era posible disfrutar aquel paseo fluvial a tan temprana hora.
   Al regreso nos adentramos en el dédalo de callejuelas del centro de Benarés. Estrechas, viejas, sucias, tenían el atractivo de lo diferente, de lo diferente que además se visita y se deja. Los turistas éramos entonces muy pocos, como los propios indios, y se circulaba con facilidad. Las calles eran tan estrechas que apenas podían pasar vehículos, todo lo más alguna motocicleta. Alguna vaca perdida caminaba por las calles. Aquí y allá hornacinas con un dios al que hacerle ofrendas. Para acceder a la zona donde se encontraba el templo de Oro, hindú, y la mezquita de Aurangzeb, tuvimos que dejar todas nuestras pertenencias en un comercio, donde por acuerdo previo se brindaban a cuidarlas. Una vez dentro, vimos desde la calle el templo de Oro, y más allá las cúpulas de la mezquita. Podías captar un poco de la actividad que había dentro, pero nada más. Y tras esto, concluyó nuestro encuentro con el Benarés sagrado, espiritual.

    Otra cosa que me ha llamado la atención en la India, ha sido el respeto que prodigan a los animales, que son criaturas de Dios, igual que el hombre, aunque éste se encuentre en un nivel superior. Los animales forman, por otro lado, parte del samsara, y si por tanto el hindú se puede reencarnar en un animal, más vale respetarlo. El Jainismo predica la no violencia más absoluta, hasta el punto de que sus practicantes abandonan ciertos oficios en los que puedan dañar o matar animales, como el de agricultor. El hinduismo no llega a tanto, pero aboga igualmente por el respeto a los animales.
   La vaca es un animal sagrado, que simboliza a la madre, puesto que “es mansa y dulce y nos ofrece generosamente sus dones sin pedir nada a cambio”. Añade Enterría que no es sagrada por oposición a lo profano, ya que todos los animales son en cierta forma sagrados. La vaca, sin embargo, sería el más sagrado de todos. De ahí que no se las mate, y que se las desate cuando son viejas e inútiles, para que vaguen a sus anchas, y puedan morir en paz. Deduzco de esto, que las vacas con las que nos hemos topado de vez en cuando en calles y caminos, son vacas viejas, débiles, que sólo esperan ya morir.
   Otro animal que se ve pulular por las ciudades son los monos. Unos, los langures, son grandes y de cara negra, y por lo general solitarios. Otros, más pequeños y de cara blanca, son macacos. Estos se mueven en grupos, por los tejados, robando fruta y verdura, o aprovechando parte de las basuras. A veces da la impresión de que pelean entre sí, tal vez disputándose comida. Provocan ciertos destrozos, pero se les respeta sobre todo por su asociación con el dios mono Hanumán.
   En los parques y en los recintos arqueológicos con árboles son frecuentes las ardillas, unas ardillas inquietas, de rápidos movimientos, pequeñas y grises. Nadie las molesta.
   A diferencia del mundo occidental los perros no están bien considerados. Ocupan uno de los rangos más bajo entre los animales, a pesar de lo cual, también se los respeta. 
   De entre las aves, las más frecuentes y también las más ruidosas, son unos loros verdes, que a menudo surcan el cielo de zonas abiertas, entre cúpulas de palacios y árboles de zonas ajardinadas o salvajes. Asimismo, pero vistas más en la tierra, buscando su alimento, están las “Mynas” (denominación inglesa), unas especies de estorninos grisáceos y con una región amarillenta en torno a los ojos.

   Estar de viaje, de paso, implica que no podemos conocer bien a la gente, y además que es mucho más fácil ver su faceta más amable. Si además eres un turista convencional, que se hospeda en buenos hoteles y sólo frecuenta recintos típicos de turistas, la posibilidad de conocer de verdad a la gente, se reduce al mínimo. Sólo buenas caras y amabilidad cabe esperar en estos sitios.
   A menudo he tenido la sensación de que amabilidad y cortesía no eran gratuitas, que esperaban una propina. Me disgusta esta práctica, porque considero que al margen de que le den o no propina a uno, la gente debe cumplir bien su misión. Aprecio la amabilidad de quien es amable por talante, y no de quien espera agradar para recibir algo a cambio. Pero soy consciente, siempre que viajo a países con bajo nivel de vida, de que se espera del turista una remuneración extra por un servicio bien hecho, y de que una parte de sus ingresos proviene precisamente de las propinas. No darlas, por tanto, puede significar que no se está satisfecho con la tarea de quien te atiende, y que prefieres ignorar las carencias de los necesitados. Pero por otro lado no puedes estar dando continuamente propinas porque trates a gente que tiene poco. Este es para mí siempre un dilema que no sé cómo dilucidar. Si no doy propina a quien la espera, me siento mal; si la doy a quien no me cae bien, o harto ya de tanto darla, me siento estúpido. Concluyo que es un gasto que hay que asumir cuando se viaja a tales países, y punto.
Orchha
   Estando en Orchha tuvimos un guía local más bien seco, de una amabilidad escasa y forzada. Visitando un palacio, una vez recibidas sus explicaciones, tuvimos un tiempo libre, al final del cual, me fui acercando a donde nos esperaba. Como mis compañeros de viaje tardaban en aparecer, remoloneé un poco, hasta que finalmente llegué a su lado. Le hablé por cortesía y en un momento dado, no sé en qué contexto, le dije que la gente de su país me parecía amable. Él me respondió que sí, pero que esa amabilidad requería una contraprestación. Pensé enseguida que ésta era la propina, y me entraron ganas de no dársela cuando concluyeran sus servicios. Al final se la di como a los demás, por no tener que enfrentar una cara molesta.
    Fuera de los ámbitos más turísticos, especialmente en pueblos o ciudades pequeñas, la gente, en su mayoría pobre, parece amable. Es frecuente que al verte te sonrían o saluden. No suele molestarles que les hagas fotos, e incluso pueden posar para ti o contigo si se lo pides. Pero en los sitios más frecuentados por turistas se encuentran personas preparadas ex profeso para ser fotografiadas, a cambio de una propina, como ocurría con los santones de Benarés o con los encantadores de serpientes de Jaipur.
   Lo que es seguro es que los niños, como en todos los países pobres que he visitado, son más espontáneos, risueños y naturales. Pero si están acostumbrados a ver turistas, se acercarán a ti sobre todo para conseguir algo, caramelos, lápices o geles de baños. Debe ser que los turistas aprovechan los geles que ponen en los hoteles para regalarlos, a falta de otras cosas. Y si son vendedores, pueden ser tenaces como ninguno, hasta vencer tus defensas. Cómo rechazar a uno de esos chiquillos que esperan venderte algo: bolígrafos, llaveros, imanes, etc, por una módica cantidad de rupias, cuando a nosotros nos sobra dinero. El resultado es que uno vuelve cargado de objetos minúsculos, graciosos o simples, pero que tienen el encanto de ser de allá, y que se acaban repartiendo entre familiares y amigos. Recuerdo con ternura al muchacho, de unos diez años, que a la salida del Taj Mahal se empeñó en venderme cinco llaveros por un euro. ¿Para qué los quería? ¿Iba a acumular en mi equipaje cuanto me ofreciesen por poco, sólo por caridad? El muchacho nos siguió hasta que nos montamos en un coche de caballos que nos conduciría hasta el fuerte Rojo de Agra, bastante lejos del Taj Mahal, y como aún no me había convencido, se montó en el coche como pudo, sujetándose precariamente para no caerse, al tiempo en que insistía que le comprase los llaveros. Le ofrecí unas rupias a cambio de nada, pero no aceptó. Finalmente le di un dolar, e insistió en que cogiera los llaveros. Tenía su amor propio de vendedor; no quería caridad. Sonreí enternecido y le pedí que nos hiciéramos una foto juntos, cuando el coche paró. Se le ve feliz por haber conseguido lo que se proponía, aunque fuera poca cosa.
   El día que hicimos la excursión opcional a la garganta, circulamos por una carretera local, que pasaba por algunos pueblos. A la salida de Kajuraho, o en el primer pueblo, en un momento en que paramos por algo, se nos acercó un indio adulto para ofrecernos bolsas de caramelos con que obsequiar a los muchachos. Pretendia que se las comprásemos a precio de oro. Quería, en fin, hacer negocio con nosotros, y yo no accedí. Pero Celia, una de las chicas que venía con nosotros, compró más adelante una bolsa de caramelos por un precio más razonable. Por supuesto para tener algo que dar a los chiquillos que se nos acercasen.
 Como a la vuelta todavía tuviese los caramelos, los fue dando de cualquier manera cuando veíamos a niños, bien en los pueblos, bien caminando por la carretera. En algunos casos hubo que tirárselos, pues el conductor no iba a parar a cada momento. Los muchachos, al darse cuenta de que  arrojábamos algo, abrían los ojos y corrían a ver qué era. Se les veía felices al descubrir los caramelos, y esa felicidad, la de tener algo que no se suele tener, me era conocida, y sonreía también enternecido. Tal era la ilusión que a mí me producía un regalo cuando tenía ocho o diez años. Nunca hubo Reyes más felices que los de entonces.


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