sábado, 4 de junio de 2011

Viaje a la India. Impresiones de un turista convencional. (2)

    La India ha supuesto para mí el encuentro con un arte nuevo, fascinante. En realidad cualquier expresión artística tradicional y diferente a las de acá, suele fascinarme. Mucho más cuando ocurre en unos parajes naturales bien conservados, con los que se mezcla en armonía. En Tikal (Guatemala), contemplando desde lo alto de una pirámide maya el dosel de la selva tropical, y por encima de él las partes altas de otras pirámides, tuve la impresión de que éstas formaban parte de aquella, que eran impensable fuera de aquel entorno. Caminando por esa misma selva, se encuentran aquí y allá numerosos restos arqueológicos, a veces ya devueltos a su supuesto antiguo esplendor, o todavía informe, asimilado por la propia selva. Quizá porque me encanta la naturaleza, es este arte inmerso en ella, el que más me impresiona. En este sentido no podría decir tal cosa de los monumentos indios que he visto, la mayoría en ciudades o en espacios abiertos, ajardinados y llenos de turistas, y sin embargo, me ha atraído enormemente. Esas formas nuevas de los templos hindúes, con magníficos relieves, o ese arte islámico, mogol, con profusión de cúpulas y columnas, atrapa tu mirada, te subyuga sin que puedas precisar por qué. ¿Qué hay de mágico en esa superposición de arcos de herradura y columnas de la mezquita de Cordoba, en la que de ser creyente, me sentiría más cerca de la divinidad? Yo no puedo expresarlo, sólo sentirlo. Tal vez los artistas que gestaron los palacios y templos visitados supieran lo que hacían y por qué lo hacían. A mí sólo me ha sido dado disfrutarlo. 



   No obstante, el placer que experimentaba en la contemplación del arte de la India no fue pleno. Hubiera requerido más tiempo del que teníamos en cada visita, más estar en los edificios, para sentirme parte de ellos y disfrutarlos a fondo. Como si yo fuera el creyente que va a orar o a realizar una ofrenda, o el morador del palacio que se recorre sin prisas, sin el afán de mirarlo todo, gozando la superposición de luces y sombras, de formas, o ciertos detalles que se revelan de improviso, al tiempo que una brisa repentina solaza mi paseo. Sé que esto es pedir demasiado, que casi nunca es así, cuando uno es un turista convencional entre muchos otros. Pero si al menos no me hubiera conducido un guía, con sus explicaciones estereotipadas, si yo hubiera podido elegir permanecer un poco más de tiempo en un lugar, a costa de otros, mis impresiones hubieran sido de muy distinta índole. ¿Para que abarcar tanto, cuando ni el intelecto, ni la sensibilidad, nos permiten asimilarlo? ¿Qué podía sentir en Jaipur, por ejemplo, al final de la jornada, tras recorrer varios monumentos, visitando un último palacio? Cansancio, por supuesto; la sensación de que aquel palacio era muy bello, tanto como los otros, con notables similitudes a los demás, pero igualmente con sus propias peculiaridades; y la certeza de que ya no podía valorarlo en su justa medida. Entonces me digo que, si merecía la pena ser visitado, tal vez es que Jaipur reclamaba para sí más de un día. No digo ya si realmente uno quiere conocer un poco más a fondo tal ciudad. 



    El arte hindú, como señala Enterría, es exuberante, recargado, lleno de adornos, de detalles. Lleno de vitalidad. Dice el autor: “Es digno de notar el aparente contraste entre la filosofía india y esta vitalidad rebosante de los monumentos. Sin embargo, la unidad espiritual de la que hablan los textos sagrados surge de la multiplicidad. La vía de nivritti, el retiro del mundo y la vuelta al origen, es austera y simple, pero los valores de pravritti, la expansión que gobierna el mundo, son la abundancia y la fertilidad, y allí todas las formas de la vida tienen un sitio y son sagradas. Los templos recogen entonces toda la variedad de la vida: por fuera está la multiplicidad en todas sus facetas; dentro, el sanctasanctorum, representa el corazón de la existencia, el misterio, la semilla de la que surge toda esa multiplicidad.” Esta puede ser la explicación de que en muchos templos se represente por fuera la diversidad de la existencia: plantas, animales, hombres, dioses, demonios... En la India antigua nunca hubo una división entre sagrado y profano, y quizá por eso es posible ver escenas mundanas en la misma medida que espirituales, representadas en el exterior de los templos En los de Kajuraho hay numerosas escenas explícitas de sexo, lo que al parecer escandalizó a los críticos de arte occidentales durante la colonización. Hoy por fortuna las cosas se ven de otra manera. Te pueden gustar o no gustar algunas expresiones artísticas, sin que tengamos que tacharlas de zafias o groseras, porque vayan en contra de ciertas creencias.



Hoy los relieves de los templos de Kajuraho nos sorprenden y nos deleitan, por su buena conservación en primer lugar, pero también por la profusión de formas, por la gran variedad de representaciones humanas. Las mujeres siguen unos patrones que se repiten: delgadas, bien proporcionadas, con pechos prominentes y redondeados, pero pueden estar en posiciones varias, haciendo el amor, pintándose los ojos, o mirándose un pie. Los hombres sólo lo parecen por sus pechos lisos, pero en modo alguno por el resto de sus formas, que son igualmente femeninas. 


   Los templos hindúes son macizos, moles que semejan montañas, y sin embargo tienen proporciones armónicas y numerosos detalles que le confieren una gracia especial. Dice Jean Roger Riviere que la arquitectura de estos templos es compacta, maciza, pesada, aun a primera vista, y que al visitante occidental le asombra ver que en esta enorme mole el espacio interior es pequeño, con una cámara sagrada de unos cuantos metros cuadrados, poco iluminada, como un gruta en el interior de una montaña; porque eso es lo que simboliza la forma del templo hindú, “la montaña cósmica con sus pisos sucesivos, en los cuales residen las jerarquías de los seres”.
A la llegada de los musulmanes (afganos, turcos, persas y mongoles), el arte que aportaron estos se vio impregnado por el arte hindú, y como en España ocurrió con los estilos mozárabes y mudéjares, mezclas de arte cristiano y musulmán, allí surgió el arte indomusulmán. Los principales promotores de este arte fueron los mogoles. Destacan los monumentos funerarios, el sepulcro-panteón destinado al gobernante, como una categoría artística nueva y sobresaliente. La expresión más famosa de ésta es el Tah-Mahal. Sin duda es el monumento indio más conocido, considerado como una de las nuevas maravillas del mundo. Me hacía ilusión tenerlo delante, contemplarlo en persona y no en una pantalla o en una revista, pero temía que me decepcionase, o que estuviese tan lleno de turistas que no pudiera disfrutarlo. No ocurrió así por fortuna. Por supuesto que había muchos turistas, pero como la belleza de este monumento es sobre todo externa, bastaba caminar por el enorme espacio ajardinado que hay delante, en el que los turistas nos diluimos sin molestarnos.

 Se puede contemplar en la distancia y sentir ya la magia que irradia, la armonía de sus proporciones, la sencillez de líneas, su color blanco pálido, que no ofusca, ni empalaga. Al acercarte lo ves aumentar de tamaño, y aunque no puede uno ya captarlo por entero, es entonces cuando te das cuenta de la grandiosidad de aquel monumento funerario, con su gran cúpula, sus enormes arcos y sus altos minaretes. También entonces captas su sencilla y sugestiva ornamentación, a base sobre todo de incrustaciones de piedras rojas y negras, y de bajorrelieves con frases del Corán. Dudo que sea posible encontrar un monumento tan grande y a la vez tan sencillo, tan esbelto, tan elegante. En mi opinión goza de justa fama.
   El interior aloja las tumbas de Shah Jahán y de su esposa Mumtaz Mahal. Fue en realidad para esta para quien aquel mandó construir tan sobresaliente mausoleo, aunque ahora reposen ambos juntos. Por supuesto fue el amor el móvil de tal empresa, un valor adicional para los románticos, entre los que no me incluyo.

   La tarde en que visitamos el Taj Mahal era una tarde luminosa, de atmósfera diáfana, y de temperatura suave, lo que le favoreció notablemente. Me hubiera quedado con gusto mucho más tiempo del que nos dieron para, tras la visita guiada, disfrutar del lugar a nuestro aire. Me senté en el lado occidental de la explanada en que se alza el mausoleo. El sol, a media altura, en su descenso hacia poniente, me daba de espaldas, y no me deslumbraba. Estuve allí, contemplando el magnífico edificio durante treinta o cuarenta minutos, a ratos embelesado, en silencio, a ratos charlando con mi compañero de viaje, o haciendo fotos, ese afán de atrapar lo evanescente, porque sin duda me traje en la cámara las formas del Taj Mahal, su luz, su color, pero en modo alguno la sensación de bienestar de aquel momento, que sólo es ya un recuerdo.

   Especial agrado me produjeron los relieves excavados en la roca, con imágenes y motivos jainistas, en Gwalior, junto a la carretera que bajaba del fuerte. Al lugar le restaba encanto el que lo atravesase precisamente una carretera, y sin embargo la atracción que ejercían aquellas manifestaciones artítico-religiosas, era notable. Que yo recuerde, era la primera vez que veía algo semejante, y eso quizá hizo que me impresionase más vivamente. Las representaciones del príncipe Mahavira, impulsor del jainismo, recuerdan mucho a las de Buda, salvo en un hecho: Buda es representado siempre con una túnica; Mahavira, suele aparecer completamente desnudo. Esto se debe a que este príncipe predicó una doctrina de extremo ascetismo y de no violencia. Al parecer en un momento dado el jainismo se dividió en dos corrientes: la de los que monjes vestidos de blanco, y la de los vestidos de cielo, es decir, desnudos. Pero aparte de esto, uno tiene la sensación de estar ante manifestaciones budistas, puesto que son las más conocidas para nosotros. Alli, en aquel lugar de Gwalior, había representaciones de este príncipe en todos los tamaños, sentado o de pie. No recuerdo que hubiera alguna tendido, como a menudo se encuentra a Buda.

En Delhi visitamos un templo Sikh. El sikhismo fue fundado por el Guru Nának en el siglo XV. Este era de religión hindú, pero estaba muy influenciado por el sufismo musulmán. Según él, Dios es uno, sin forma, eterno e inefable, está presente en el corazón del hombre y allí se revela como palabra por mediación del guru o maestro, que puede ser humano o simplemente la voz de Dios revelada misticamente dentro del hombre. Meditando sobre el nombre de Dios, que es su naturaleza y su ser, el creyente llega a percibir la armonía divina de todo, y se libera de la rueda de las transmigraciones. Nának puso además énfasis en el valor del trabajo, la ayuda mutua y en compartir las riquezas. Tras su fundador vinieron nuevos Gurus, que fueron añadiendo preceptos nuevos. En general los sikhs son hombres guerreros con un aspecto muy particular: no se pueden cortar el pelo ni la barba (se recogen el pelo con un peine), llevan turbante, unos pantalones especiales, sable y una pulsera. Todos llevan el sobrenombre Singh (león). 
Ahora bien, ¿tiene esta religión un arte propio? No sabría decirlo, seguramente sí, pero quizá por detalles más que por la arquitectura general de sus templos. Al menos el que vi en Delhi, me parecía similar a otros edificios indomusulmanes. Se trataba de Bangla Sabin, el templo sikh mayor de la capital. Un templo con cúpulas doradas, y muros blancos, con arcos lobulados, y con un gran estanque para la abluciones. A diferencia de los templos hindúes o de las mezquitas, sólo se podía entrar con los pies descalzos, sin ni siquiera calcetines, y con la cabeza cubierta. Así que nos descalzamos en un pequeño edificio a la entrada, el guía nos dio unos pañuelos de color anaranjado, que nos pusimos en la cabeza, atados por detrás, para que no se nos cayera, y entramos en el recinto. Había mucha gente en él, entre creyentes y turistas. El guía nos daría la información pertinente, de la que ya no recuerdo nada, mientras visitábamos el interior del templo. La gente de allá estaba sentada en el suelo, alfombrado, rezando. Había música (supongo que religiosa) en directo. La concentración de tantas personas enrarecía la atmósfera, a pesar del giro de los ventiladores del techo, de grandes aspas. Numerosas lámparas encendidas, con luces de bajo consumo, iluminaban artificialmente el interior, a donde, no obstante, llegaba la luz de fuera por las puertas abiertas. Los estímulos sonoros y la atmósfera densa me entontecían un poco, aunque como todo me resultaba curioso, permanecía bien despierto. No sé si allí pudiera yo comunicarme con Dios, pero evidentemente los sikjs lo hacían. Tal vez sea cuestión de costumbre. Por un lado todo aquel ambiente tan peculiar me retenía, pero por otro deseaba salir a respirar el aire puro.


   Una vez fuera la gente se aproximaba a un tenderete donde daban una pasta alimenticia dulce, que recordaba al turrón, según me dijo Celia, que se animó a probarla. Franky también lo hizo, pero yo me abstuve, por temor a que no me cayera bien (creo que sobre todo era por haber desayunado demasiado, y estar saturado de comida).
   Después el guía nos llevó a una sala amplísima donde había muchos indigentes que acudían para que les diesen de comer. Había varias filas de ellos, sentados en el suelo, con bandejas metálicas, mientras cuatro o cinco personas iban de acá para allá con cubos de comida, depositando porciones de ésta en las bandejas. No todos parecían indigentes, y quizá no todos lo fuesen, y sólo aprovechaban el precepto sikh de ayudar al prójimo para comer gratis ese día. En todo caso me pareció que meter a los turistas en aquel inmenso comedor era invadir la intimidad de los demás. Así que me sentía a disgusto, porque además los comensales miraban a los turistas entre molestos y resignados. Y como el guía insistió en que podíamos tomar fotos libremente, sin problema, nuestras cámaras de fotos se hicieron de inmediato presentes y empezaron a disparar diversas tomas. También yo, no sin cierta renuencia. ¿Qué quería atrapar con mi cámara?









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