lunes, 28 de abril de 2014

ISLA NEGRA, UNA IDEA.


   Isla Negra está junto al mar, pero no es una isla, como yo pensaba  y quizá mucha gente piense aún. Isla Negra es un lugar pero también una idea en la que flotan las palabras de los versos de Neruda. Es también un símbolo de resistencia contra la opresión. Un lugar donde sobreviven la dignidad del hombre, la pasión de vivir, la de amar. Yo visité Isla Negra para encontrar todas estas cosas, porque mi viaje por Chile me permitió descubrir a un hombre cuyo nombre conocía, como conocía algunas de sus poesías amorosas, pero nada más. Ahora conocí un poco más, a través de sus propias palabras, al hombre y al poeta en toda su vastedad. Porque Neruda fue una persona comprometida con la causa de los pobres, de los relegados injustamente por el poder, de los trabajadores olvidados, pero fue asimismo un poeta prolífico, cuya poesía sólo ahora empiezo a conocer.
   Antes de partir para Chile, mi amiga Cata me aconsejó leer sus Odas Elementales, que ella tenía y se proponía dejarme. No encontró el libro entre otros muchos que tiene, y yo partí sin él. Fue en Isla Negra, en esa casa que habitó el poeta y que hoy es objeto de peregrinaje, turístico o sentimental, donde encontré esas Odas Elementales. Compré el libro y lo empecé a leer. Todavía sigo leyéndolo. Unas pocas odas cada día. Elementales las nombró, porque lo son en verdad: odas sencillas, llenas de poesía, pero claras y cercanas, a las cosas más dispares, como a la flor, al hilo o al pan; odas a la esperanza, a la alegría, a la sencillez; a la primavera, a la lluvia, a la vida; a Valparaíso, a las aves de Chile, a César Vallejo. ¿Poemas a golpes de inspiración, ocurrencias repentinas en el continuo discurrir de los días? 
  Ahora que es primavera, dejó aquí las palabras que le dedicó a esta estación, que para él era otro momento del año, porque allá en Chile es en septiembre cuando empieza. Es un poema de versos cortísimos, que el poeta dispone de esa forma, no sé bien por qué, supongo que buscando un ritmo que mi lectura ignora, pendiente sobre todo de las palabras y de su significado, de las imágenes que transmiten. Pero sí, uno nota en la lectura, seguida, sin pausas, que hay una música interna.






“Primavera
temible,
 rosa
 loca,
 llegarás,
 llegas
 imperceptible,
 apenas
 un temblor de ala, un beso
de niebla con jazmines,
 el sombrero
 lo sabe,
 los caballos,
 el viento
 trae una carta verde
 que los árboles leen
 y comienzan
 las hojas
 a mirar con un ojo,
 a ver de nuevo el mundo,
 Primavera,
 Muchacha,
 te esperaba!
 Toma esta escoba y barre
 el mundo!
 Limpia
 con este trapo,
 las fronteras,
 sopla
 los techos de los hombres,
 escarba
 el oro
 acumulado
 y reparte
 los bienes
 escondidos,
 ayúdame
 cuando
 ya
 el
 hombre
 esté libre
 de miseria,
 polvo,
 harapos,
 deudas,
 llagas,
 dolores,
 cuando
 con sus transformadoras manos de hada
 y las manos del pueblo,
 cuando sobre la tierra
 el fuego y el amor
 toquen tus bailarines
 pies de nácar,
 cuando
 tú, primavera,
 entres
 a todas
 las casas de los hombres,
 te amaré sin pecado,
 desordenada dalia,
 acacia loca,
 amada,
 contigo, con tu aroma,
 con tu abundancia, sin remordimiento,
 con tu desnuda nieve
 abrasadora,
 con tus más desbocados manantiales,
 sin descartar la dicha
 de otros hombres,
 con la miel misteriosa
 de las abejas diurnas,
 sin que los negros tengan
 que vivir apartados
 de los blancos,
 oh primavera
 de la noche sin pobres,
 sin pobreza,
 primavera
 fragante, llegarás,
 llegas,
 te veo
 venir por el camino:
 esta es mi casa,
 entra,
 tardabas,
 era hora, qué bueno es florecer,
 qué trabajo
 tan bello:
 qué activa
 obrera eres,
 primavera,
 tejedora,
 labriega,
 ordeñadora,
 múltiple abeja,
 máquina
 transparente,
 molino de cigarras,
 entra
 en todas las casas,
 adelante,
 trabajaremos juntos
 en la futura y pura
 fecundidad florida.”




 


jueves, 3 de mayo de 2012

ESTAMBUL, UNA CIUDAD DESLUMBRANTE


   ESTAMBUL, una ciudad deslumbrante.
(marzo 2012)










 Cuando se alude a Estambul, una de las cosas que suele decirse es que es la única ciudad que se encuentra a la vez en dos continentes, Europa y Asia. En cuanto a situación geográfica, pensaba que tal característica era puramente convencional, porque los límites entre estos dos continentes son sobre todo políticos, por mucho que la cordillera de los Urales parezca un límite natural entre ambos, o el canal del Bósforo, que es justamente el que en Estambul separa Europa de Asia. Pero lo que sí es cierto es que esta ciudad está situada en un cruce de culturas, y que Europa siempre ha sido fundamentalmente cristiana, mientras que Asía, en su parte más occidental, ha sido musulmana. La religión ha condicionado las costumbres y hasta el carácter de las gentes, la cultura de uno y otro lugar. En Estambul se han encontrado ambas culturas, porque aunque sea predominantemente musulmana, la forma de vida de las gentes se ha visto notablemente influenciada por Europa a lo largo del siglo XX. El motivo de tal influencia, a juzgar por lo que he leído, más que por la proximidad, se ha debido sobre todo al prestigio de unos países que se encontraban a la cabeza del desarrollo tecnológico y de las libertades personales. Y también porque el imperio Otomano, alineado con Alemania durante la primera guerra mundial, fue vencido por los Aliados, quienes impusieron los límites de la nueva república turca, ya que, gracias a Ataturk, no pudieron repartirse los despojos de aquel. Así que los turcos, derrotados y humillados por occidente, aunque desarrollaron un fuerte sentimiento nacionalista, fueron volviendo sus ojos hacia los países que les derrotaron, de mayor nivel de vida, con el fin de superar la pobreza y la amargura. Orham Pamuk, en su libro Estambul, Ciudad y Recuerdos, habla precisamente de esto. La ciudad “en blanco y negro” que el captó en su infancia, debido a la humillación y la amargura de la derrota, de la extinción del imperio Otomano, de su importancia como pueblo, busca recuperar el color a través de los años, acercándose a Occidente. Me he preguntado al estar en Estambul y captar, un tanto asombrado -¿iba con prejuicios?- que la gente de allá era amable, respetuosa y acogedora, si esto se debía a aquel estado de cosas y a la aspiración que cualquier pobre tiene a vivir mejor, de manera que tiende a valorar más todo lo que viene de países más ricos. Un poco como pasaba en España en los años sesenta y setenta del siglo pasado. Nuestro nivel de vida era bajo entonces y tendíamos a sobrevalorar a los europeos del norte, más ricos, que venían de visita. En cambio ahora tendemos a menospreciar a los emigrantes que llegan a nuestro país con el lícito y comprensible afán de mejorar de vida. Pero puede que la amabilidad a que me he referido, el respeto al visitante, esté en el talante de los turcos, en su natural forma de ser, al margen de los avatares de la historia, aunque sin duda esta ha debido de influir de alguna manera. Estambul es, pues, asiática y europea por su amalgama de culturas, por las influencias que recibió y recibe de ambos continentes.



    El adjetivo que mejor le va al Estambul que he conocido creo que podría ser “deslumbrante”, por su luz, por supuesto, pero también porque produce admiración, una admiración que alcanza a la ciudad en sí, sus monumentos, sus paisajes, su situación geográfica, junto al Bósforo y el mar de Mármara, pero también a sus gentes, ese bullir de vida en sus calles y plazas, que se acerca al de toda gran ciudad, pero que al mismo tiempo tiene sus propias peculiaridades. En Estambul, al menos en los lugares más céntricos y concurridos, hay un comercio continuo, una invitación a consumir en la calle, a comer en ella. Vendedores de castañas, de mazorcas de maíz cocidas, de roscas de pan con sésamo, de zumos de granada o naranja, abundan en la ciudad, apostados con sus carritos en sitios fijos o yendo de acá para allá. 




Junto al puerto se venden bocadillos de caballla, y los puestos de fruta exhiben su variedad y color para atraer al viandante e invitarle a probar. Todo se dispone para que quede cerca del estambulí y de los turistas. Muchos restaurantes muestran en grandes escaparates los suculentos platos que se pueden comer dentro. Y las dulcerías proliferan doquier, atrayendo los ojos de los más golosos, pero igualmente de los simples curiosos, mostrando una gran variedad de formas y colores en sus productos.







































El bazar egipcio, cerca del puerto de Eminonu, encanta con los olores de sus variadas especias y yerbas para infusiones, con los olores y colores de estas; pero también, nuevamente, con los apetitosos dulces que nos invitan a probar para convencer al visitante de que merece la pena comprar algunos. ¿Quién, en efecto, puede salir de allí sin nada en las manos?



La máxima expresión de este mercadeo se da en el Gran Bazar, casi todo un barrio cubierto, con su dédalo de calles y rincones, llenos de tiendas de todo tipo de mercancía: oro, plata, ropa, cuero, antigüedades, alfombras, cerámica, objetos de recuerdos, especias, infusiones, alimentos… Todo un mundo, en fin, preparado para comprar y vender, para negociar precios y, quizás, para fomentar relaciones. Hay además en el Gran Bazar cafeterías, restaurantes y hasta lugares de rezo cuando llega el momento de la oración al musulmán más ortodoxo. Un mundo abigarrado en todos los sentidos, aunque ordenado. Catorce puertas comunican este bazar con el exterior. Y fuera, al aire libre, hay otro bazar más grande aún, sin límites precisos, pues todas las calles aledañas siguen mostrando tiendas por doquier, hasta lograr saturar al vendedor y arrojarle a la indiferencia. Aunque esta afirmación la hago sobre todo por mí, que vagaba sin rumbo, por el mero afán de mirar y comprar quizás algún recuerdo. Supongo que para el ciudadano que desea comprar cosas concretas, este barrio y sus inmediaciones, debe de ser el adecuado. Para el mero turista puede ser sorprendente pero al mismo tiempo cansado. Lo era al menos en mí y mis compañeras de viaje, quienes con las compras ya hechas, deseosos de comer, estuvimos buscando por los alrededores, vagando de aquí para allá sin éxito, durante más de una hora, finalmente agotados.





    Estambul es además deslumbrante por sus perfiles, contemplados de cerca y en la distancia. En la plaza del Hipódromo, esa plaza rectangular del distrito de Sultanahmet, donde al parecer hubo realmente un circo romano, construido por Séptimo Severo en el 203 d.C, uno puede sentirse apabullado ante la belleza y grandiosidad de la mezquita Azul y de Santa Sofía, ambas cercanas, con sus inmensas cúpulas y sus minaretes puntiagudos. En el mismo hipódromo se alza la columna de Teodosio, un obelisco egipcio que se trajo de Karnak, de 30 metros de alto. A pesar, pues, del paso de los años, de las remodelaciones hechas en este espacio abierto, los vestigios históricos y los monumentos nos hablan continuamente de tiempos que fueron gloriosos para Estambul, la vieja Constantinopla de Bizancio. Y en la distancia, navegando por el Cuerno de Oro o el Bósforo, o simplemente desde cualquiera de las tres partes de la ciudad separadas por el mar, la europea –vieja y nueva-, y la asiática, el perfil de la ciudad es magnífico y, en determinados momentos del día, conmovedor. Supongo que si hubiera crecido en esta ciudad, su paisaje, con sus casas en declive hacia el mar, y con la profusión de cúpulas y alminares, con la maciza, pero al mismo tiempo elegante, torre de Gálata, y con sus puentes uniendo lo que separa el agua, formaría parte de mí, indisolublemente, que me sentiría orgulloso de que así fuera. No obstante, este perfil ha cambiado con el tiempo, y pese a que ahora la ciudad está mejor urbanizada y tiene edificios más sólidos y confortables, debió de ser más bello el anterior a su rápido desarrollo de las últimas décadas. El Estambul del siglo XIX y principios del XX, cuando todavía estaba en pie el imperio otomano, atraía a artistas europeos, escritores y pintores, que viajaban deseosos de captar formas y costumbres diferentes a las de su entorno. Orhan Pamuk cita a Flaubert, Gerard de Nerval, André Gide, Knut Hansum, Mark Twain… y cada uno de ellos captó a través de sus particulares miradas un Estambul diferente, aunque todos, en general, se sintieron de alguna forma admirados por esta singular y apasionante ciudad. Claro que no faltaron también las críticas. Al parecer la ciudad desencantó a Flaubert quien, según Pamuk, gustaba más de un oriente con beduinos y desiertos. Cuestión de gustos. Pese a ello se quedó tres meses en Estambul disfrutando de sus burdeles, “de lo extraño, lo terrible y lo sucio de sus calles”, escribió él mismo. Estambul atrae, pues, a pesar de sus defectos, o incluso por ellos. En el siglo XIX, vigente aún el imperio otomano, tenían lugar en las calles ejecuciones y castigos diversos a base de torturas. Acostumbrados a esto, los estambulíes los miraban con indiferencia o con ese gusto recóndito por lo sádico que cada uno tenemos dentro en mayor o menor medida, y que aflora sobre todo cuando la costumbre, lo permitido por la ley, descarga nuestras conciencias. Los europeos, con otros códigos de conducta, disfrutaban igualmente estos macabros espectáculos, con una mirada que me parece más enfermiza. Pero todo ello formaba parte del exotismo de Estambul, y eso, lo diferente, lo extravagante es lo que iban buscando los viajeros occidentales.




En Estambul había muchos edificios, palacios, mansiones o simples casas, que eran de madera, pero al parecer este material perecedero cayó en desgracia cuando imperaba la necesidad de parecerse a Occidente, y después de la primera guerra mundial gran parte de estos edificios se quemaron, ante la mirada sorprendida, excitada o entristecida de los habitantes. Habían ardido antes, supongo que por accidente, y siempre tales incendios constituyeron un espectáculo para la población y los visitantes. Quedan todavía en la ciudad casas de madera, la mayoría viejas o en ruinas, aunque ahora, con el gusto por lo antiguo, con el prestigio que cobra ante nuestros ojos lo de otro tiempo, como una vuelta a los orígenes, a lo genuino, o al menos a lo tradicional, se busca restaurar esas casas viejas o construir nuevas siguiendo los cánones antiguos, lo que hasta cierto punto está bien, sólo hasta cierto punto, porque las formas de antaño con materiales nuevos se parecen sobre todo a pastiches que no acaban de convencer. Concedámosle, no obstante, el derecho a que el tiempo pase por ellos y quizá acaben pareciendo auténticos. Esto me lleva a una cuestión que me ha interesado leyendo el libro de Pamuk. Al concepto de pintoresco. Para mí la principal acepción, la única en verdad que yo conocía, era la de estrafalario, peculiar en el sentido de alejado de lo nuestro, es decir, un tanto exótico. Pero pintoresco es además todo cuanto puede presentar una imagen con cualidades plásticas, es decir, que es digno de ser pintado. Estambul es pintoresco en los dos sentidos, al menos para los de fuera. Para John Ruskin la belleza pintoresca es la fusión de una obra con su entorno a lo largo del tiempo. Es decir, resulta pintoresco un edificio en el que se nota el paso de los años, sobre el que ha crecido tal vez musgo como una pátina, o cimbalarias entre las grietas de sus muros; el que muestra las grietas de las décadas o de los siglos, como las arrugas de una piel. Esta es una visión que comparte mucha gente, en general gente culta, sensible a las cicatrices del tiempo, a las que ven como algo que fortalece y que confiere dignidad. Así, si aceptamos esta visión, y yo lo hago, todo lo nuevo, hecho a imitación de lo antiguo, en su bienintencionado afán de recuperarlo o de imitarlo, ha perdido su pintoresquismo, la belleza plástica que invita a ser atrapada por un pincel o por una cámara de fotos, aunque pueda resultarnos agradable a la vista. Pero como ya dije, es cuestión de tiempo que también lo que se construye ahora a imitación de lo antiguo alcance, pasados los años, la misma dignidad. Al fin y al cabo, muchos de los monumentos que admiramos hoy fueron reconstruidos, renovados hace siglos.


    La religión ha configurado la ciudad que vemos hoy en día en la distancia, o en nuestros recorridos por ella. Porque hay mezquitas aquí y allá, y todas tienen una estructura parecida, a imitación del primer gran templo de la entonces Constantinopla: Santa Sofía. Esta iglesia, construida por orden de Constantino en el siglo IV después de Cristo, y reconstruida posteriormente por Justiniano, a quien debe su actual grandiosidad, tiene una enorme cúpula de 33 metros de diámetro y 67 metros de alto, apoyada sobre numerosos contrafuertes, con dos pequeñas cúpulas adheridas en el este y en el oeste. Posteriormente, tras la conquista otomana en 1453, el templo pasó a ser una mezquita, se le añadieron los cuatro alminares que posee en la actualidad, y a partir de entonces sirvió de modelo para las demás mezquitas de Estambul. Compiten en grandiosidad con Santa Sofía, la Mezquita Azul y la de Suleimán, ambas con enormes cúpulas y con cuatro altos alminares. Cuando uno entra en ellas se siente extasiado por ese espacio inmenso, amplio y alto, cobijado por cúpulas y arcos, con delicados adornos geométricos o florales en sus paredes, y con una luz tamizada por los ventanales que contornean la base de las cúpulas y los de los muros. Debe ser fácil para los creyentes, en tales lugares, elevar su espíritu a su dios, sentir su presencia, y sobre todo su majestuosidad. Es imposible no admirar estas obras de arte hechas para la mayor gloria de Dios, pero si fuera creyente preferiría el recogimiento y la quietud de una ermita o de una pequeña iglesia románica para orar. Prefiero un dios íntimo, cercano y sencillo, a uno que destaque sobre todo por su gloria o su majestad. El caso es que el horizonte de Estambul está frecuentado por cúpulas y minaretes que sobresalen aquí y allá, a distinta altura, en el perfil de la ciudad, y esa es la imagen que quedará en mi memoria. Dicen que es inolvidable divisar este perfil desde el Bósforo, al atardecer, cuando el cielo se torna rojizo. No nos fue dado contemplarlo así, no al menos en todo su esplendor, porque la atmósfera es a menudo enturbiada por una especie de calima, que esfumina las formas y los colores. La tarde caía al regresar de una excursión de todo un día por el Bósforo, pero el sol aún estaba alto y refulgía brillante sobre las aguas. Por encima de ellas Estambul era una franja caliginosa de escaso relieve, en la que por tanto lo que destacaba era justamente el perfil de cúpulas y minaretes.



sábado, 4 de junio de 2011

Viaje a la India. Impresiones de un turista convencional. (2)

    La India ha supuesto para mí el encuentro con un arte nuevo, fascinante. En realidad cualquier expresión artística tradicional y diferente a las de acá, suele fascinarme. Mucho más cuando ocurre en unos parajes naturales bien conservados, con los que se mezcla en armonía. En Tikal (Guatemala), contemplando desde lo alto de una pirámide maya el dosel de la selva tropical, y por encima de él las partes altas de otras pirámides, tuve la impresión de que éstas formaban parte de aquella, que eran impensable fuera de aquel entorno. Caminando por esa misma selva, se encuentran aquí y allá numerosos restos arqueológicos, a veces ya devueltos a su supuesto antiguo esplendor, o todavía informe, asimilado por la propia selva. Quizá porque me encanta la naturaleza, es este arte inmerso en ella, el que más me impresiona. En este sentido no podría decir tal cosa de los monumentos indios que he visto, la mayoría en ciudades o en espacios abiertos, ajardinados y llenos de turistas, y sin embargo, me ha atraído enormemente. Esas formas nuevas de los templos hindúes, con magníficos relieves, o ese arte islámico, mogol, con profusión de cúpulas y columnas, atrapa tu mirada, te subyuga sin que puedas precisar por qué. ¿Qué hay de mágico en esa superposición de arcos de herradura y columnas de la mezquita de Cordoba, en la que de ser creyente, me sentiría más cerca de la divinidad? Yo no puedo expresarlo, sólo sentirlo. Tal vez los artistas que gestaron los palacios y templos visitados supieran lo que hacían y por qué lo hacían. A mí sólo me ha sido dado disfrutarlo. 



   No obstante, el placer que experimentaba en la contemplación del arte de la India no fue pleno. Hubiera requerido más tiempo del que teníamos en cada visita, más estar en los edificios, para sentirme parte de ellos y disfrutarlos a fondo. Como si yo fuera el creyente que va a orar o a realizar una ofrenda, o el morador del palacio que se recorre sin prisas, sin el afán de mirarlo todo, gozando la superposición de luces y sombras, de formas, o ciertos detalles que se revelan de improviso, al tiempo que una brisa repentina solaza mi paseo. Sé que esto es pedir demasiado, que casi nunca es así, cuando uno es un turista convencional entre muchos otros. Pero si al menos no me hubiera conducido un guía, con sus explicaciones estereotipadas, si yo hubiera podido elegir permanecer un poco más de tiempo en un lugar, a costa de otros, mis impresiones hubieran sido de muy distinta índole. ¿Para que abarcar tanto, cuando ni el intelecto, ni la sensibilidad, nos permiten asimilarlo? ¿Qué podía sentir en Jaipur, por ejemplo, al final de la jornada, tras recorrer varios monumentos, visitando un último palacio? Cansancio, por supuesto; la sensación de que aquel palacio era muy bello, tanto como los otros, con notables similitudes a los demás, pero igualmente con sus propias peculiaridades; y la certeza de que ya no podía valorarlo en su justa medida. Entonces me digo que, si merecía la pena ser visitado, tal vez es que Jaipur reclamaba para sí más de un día. No digo ya si realmente uno quiere conocer un poco más a fondo tal ciudad. 



    El arte hindú, como señala Enterría, es exuberante, recargado, lleno de adornos, de detalles. Lleno de vitalidad. Dice el autor: “Es digno de notar el aparente contraste entre la filosofía india y esta vitalidad rebosante de los monumentos. Sin embargo, la unidad espiritual de la que hablan los textos sagrados surge de la multiplicidad. La vía de nivritti, el retiro del mundo y la vuelta al origen, es austera y simple, pero los valores de pravritti, la expansión que gobierna el mundo, son la abundancia y la fertilidad, y allí todas las formas de la vida tienen un sitio y son sagradas. Los templos recogen entonces toda la variedad de la vida: por fuera está la multiplicidad en todas sus facetas; dentro, el sanctasanctorum, representa el corazón de la existencia, el misterio, la semilla de la que surge toda esa multiplicidad.” Esta puede ser la explicación de que en muchos templos se represente por fuera la diversidad de la existencia: plantas, animales, hombres, dioses, demonios... En la India antigua nunca hubo una división entre sagrado y profano, y quizá por eso es posible ver escenas mundanas en la misma medida que espirituales, representadas en el exterior de los templos En los de Kajuraho hay numerosas escenas explícitas de sexo, lo que al parecer escandalizó a los críticos de arte occidentales durante la colonización. Hoy por fortuna las cosas se ven de otra manera. Te pueden gustar o no gustar algunas expresiones artísticas, sin que tengamos que tacharlas de zafias o groseras, porque vayan en contra de ciertas creencias.



Hoy los relieves de los templos de Kajuraho nos sorprenden y nos deleitan, por su buena conservación en primer lugar, pero también por la profusión de formas, por la gran variedad de representaciones humanas. Las mujeres siguen unos patrones que se repiten: delgadas, bien proporcionadas, con pechos prominentes y redondeados, pero pueden estar en posiciones varias, haciendo el amor, pintándose los ojos, o mirándose un pie. Los hombres sólo lo parecen por sus pechos lisos, pero en modo alguno por el resto de sus formas, que son igualmente femeninas. 


   Los templos hindúes son macizos, moles que semejan montañas, y sin embargo tienen proporciones armónicas y numerosos detalles que le confieren una gracia especial. Dice Jean Roger Riviere que la arquitectura de estos templos es compacta, maciza, pesada, aun a primera vista, y que al visitante occidental le asombra ver que en esta enorme mole el espacio interior es pequeño, con una cámara sagrada de unos cuantos metros cuadrados, poco iluminada, como un gruta en el interior de una montaña; porque eso es lo que simboliza la forma del templo hindú, “la montaña cósmica con sus pisos sucesivos, en los cuales residen las jerarquías de los seres”.
A la llegada de los musulmanes (afganos, turcos, persas y mongoles), el arte que aportaron estos se vio impregnado por el arte hindú, y como en España ocurrió con los estilos mozárabes y mudéjares, mezclas de arte cristiano y musulmán, allí surgió el arte indomusulmán. Los principales promotores de este arte fueron los mogoles. Destacan los monumentos funerarios, el sepulcro-panteón destinado al gobernante, como una categoría artística nueva y sobresaliente. La expresión más famosa de ésta es el Tah-Mahal. Sin duda es el monumento indio más conocido, considerado como una de las nuevas maravillas del mundo. Me hacía ilusión tenerlo delante, contemplarlo en persona y no en una pantalla o en una revista, pero temía que me decepcionase, o que estuviese tan lleno de turistas que no pudiera disfrutarlo. No ocurrió así por fortuna. Por supuesto que había muchos turistas, pero como la belleza de este monumento es sobre todo externa, bastaba caminar por el enorme espacio ajardinado que hay delante, en el que los turistas nos diluimos sin molestarnos.

 Se puede contemplar en la distancia y sentir ya la magia que irradia, la armonía de sus proporciones, la sencillez de líneas, su color blanco pálido, que no ofusca, ni empalaga. Al acercarte lo ves aumentar de tamaño, y aunque no puede uno ya captarlo por entero, es entonces cuando te das cuenta de la grandiosidad de aquel monumento funerario, con su gran cúpula, sus enormes arcos y sus altos minaretes. También entonces captas su sencilla y sugestiva ornamentación, a base sobre todo de incrustaciones de piedras rojas y negras, y de bajorrelieves con frases del Corán. Dudo que sea posible encontrar un monumento tan grande y a la vez tan sencillo, tan esbelto, tan elegante. En mi opinión goza de justa fama.
   El interior aloja las tumbas de Shah Jahán y de su esposa Mumtaz Mahal. Fue en realidad para esta para quien aquel mandó construir tan sobresaliente mausoleo, aunque ahora reposen ambos juntos. Por supuesto fue el amor el móvil de tal empresa, un valor adicional para los románticos, entre los que no me incluyo.

   La tarde en que visitamos el Taj Mahal era una tarde luminosa, de atmósfera diáfana, y de temperatura suave, lo que le favoreció notablemente. Me hubiera quedado con gusto mucho más tiempo del que nos dieron para, tras la visita guiada, disfrutar del lugar a nuestro aire. Me senté en el lado occidental de la explanada en que se alza el mausoleo. El sol, a media altura, en su descenso hacia poniente, me daba de espaldas, y no me deslumbraba. Estuve allí, contemplando el magnífico edificio durante treinta o cuarenta minutos, a ratos embelesado, en silencio, a ratos charlando con mi compañero de viaje, o haciendo fotos, ese afán de atrapar lo evanescente, porque sin duda me traje en la cámara las formas del Taj Mahal, su luz, su color, pero en modo alguno la sensación de bienestar de aquel momento, que sólo es ya un recuerdo.

   Especial agrado me produjeron los relieves excavados en la roca, con imágenes y motivos jainistas, en Gwalior, junto a la carretera que bajaba del fuerte. Al lugar le restaba encanto el que lo atravesase precisamente una carretera, y sin embargo la atracción que ejercían aquellas manifestaciones artítico-religiosas, era notable. Que yo recuerde, era la primera vez que veía algo semejante, y eso quizá hizo que me impresionase más vivamente. Las representaciones del príncipe Mahavira, impulsor del jainismo, recuerdan mucho a las de Buda, salvo en un hecho: Buda es representado siempre con una túnica; Mahavira, suele aparecer completamente desnudo. Esto se debe a que este príncipe predicó una doctrina de extremo ascetismo y de no violencia. Al parecer en un momento dado el jainismo se dividió en dos corrientes: la de los que monjes vestidos de blanco, y la de los vestidos de cielo, es decir, desnudos. Pero aparte de esto, uno tiene la sensación de estar ante manifestaciones budistas, puesto que son las más conocidas para nosotros. Alli, en aquel lugar de Gwalior, había representaciones de este príncipe en todos los tamaños, sentado o de pie. No recuerdo que hubiera alguna tendido, como a menudo se encuentra a Buda.

En Delhi visitamos un templo Sikh. El sikhismo fue fundado por el Guru Nának en el siglo XV. Este era de religión hindú, pero estaba muy influenciado por el sufismo musulmán. Según él, Dios es uno, sin forma, eterno e inefable, está presente en el corazón del hombre y allí se revela como palabra por mediación del guru o maestro, que puede ser humano o simplemente la voz de Dios revelada misticamente dentro del hombre. Meditando sobre el nombre de Dios, que es su naturaleza y su ser, el creyente llega a percibir la armonía divina de todo, y se libera de la rueda de las transmigraciones. Nának puso además énfasis en el valor del trabajo, la ayuda mutua y en compartir las riquezas. Tras su fundador vinieron nuevos Gurus, que fueron añadiendo preceptos nuevos. En general los sikhs son hombres guerreros con un aspecto muy particular: no se pueden cortar el pelo ni la barba (se recogen el pelo con un peine), llevan turbante, unos pantalones especiales, sable y una pulsera. Todos llevan el sobrenombre Singh (león). 
Ahora bien, ¿tiene esta religión un arte propio? No sabría decirlo, seguramente sí, pero quizá por detalles más que por la arquitectura general de sus templos. Al menos el que vi en Delhi, me parecía similar a otros edificios indomusulmanes. Se trataba de Bangla Sabin, el templo sikh mayor de la capital. Un templo con cúpulas doradas, y muros blancos, con arcos lobulados, y con un gran estanque para la abluciones. A diferencia de los templos hindúes o de las mezquitas, sólo se podía entrar con los pies descalzos, sin ni siquiera calcetines, y con la cabeza cubierta. Así que nos descalzamos en un pequeño edificio a la entrada, el guía nos dio unos pañuelos de color anaranjado, que nos pusimos en la cabeza, atados por detrás, para que no se nos cayera, y entramos en el recinto. Había mucha gente en él, entre creyentes y turistas. El guía nos daría la información pertinente, de la que ya no recuerdo nada, mientras visitábamos el interior del templo. La gente de allá estaba sentada en el suelo, alfombrado, rezando. Había música (supongo que religiosa) en directo. La concentración de tantas personas enrarecía la atmósfera, a pesar del giro de los ventiladores del techo, de grandes aspas. Numerosas lámparas encendidas, con luces de bajo consumo, iluminaban artificialmente el interior, a donde, no obstante, llegaba la luz de fuera por las puertas abiertas. Los estímulos sonoros y la atmósfera densa me entontecían un poco, aunque como todo me resultaba curioso, permanecía bien despierto. No sé si allí pudiera yo comunicarme con Dios, pero evidentemente los sikjs lo hacían. Tal vez sea cuestión de costumbre. Por un lado todo aquel ambiente tan peculiar me retenía, pero por otro deseaba salir a respirar el aire puro.


   Una vez fuera la gente se aproximaba a un tenderete donde daban una pasta alimenticia dulce, que recordaba al turrón, según me dijo Celia, que se animó a probarla. Franky también lo hizo, pero yo me abstuve, por temor a que no me cayera bien (creo que sobre todo era por haber desayunado demasiado, y estar saturado de comida).
   Después el guía nos llevó a una sala amplísima donde había muchos indigentes que acudían para que les diesen de comer. Había varias filas de ellos, sentados en el suelo, con bandejas metálicas, mientras cuatro o cinco personas iban de acá para allá con cubos de comida, depositando porciones de ésta en las bandejas. No todos parecían indigentes, y quizá no todos lo fuesen, y sólo aprovechaban el precepto sikh de ayudar al prójimo para comer gratis ese día. En todo caso me pareció que meter a los turistas en aquel inmenso comedor era invadir la intimidad de los demás. Así que me sentía a disgusto, porque además los comensales miraban a los turistas entre molestos y resignados. Y como el guía insistió en que podíamos tomar fotos libremente, sin problema, nuestras cámaras de fotos se hicieron de inmediato presentes y empezaron a disparar diversas tomas. También yo, no sin cierta renuencia. ¿Qué quería atrapar con mi cámara?









viernes, 1 de abril de 2011

VIAJE A LA INDIA. Impresiones de un turista convencional (1).


  No debe de ser fácil conocer la India, ese país inmenso, de una extensión superior a seis veces la de España, con mil cien millones de habitantes, numerosas lenguas, varias religiones, y una cultura milenaria muy diferente a la occidental. Así que mi viaje al norte de la India no ha tenido semejante propósito. Unos diez días de estancia en ella, visitando ciudades de la cuenca del Ganges, y unas cuantas más al sur, y viajando al ritmo impuesto por una agencia turística, a fin de mostrar bonitos monumentos y algunas facetas de tales ciudades, dan para muy poco. Apenas para conocer esos monumentos y una pizca de la vida que late en los lugares visitados.
    Un viaje para ver un poco de la India por fuera, como diría sin duda Álvaro Enterría, el autor del libro titulado La India por dentro, libro que me ha acompañado durante el viaje, con la buena intención de saber algo más del país que visitaba, antes que con el mero deseo de entretenerme en los días de mi recorrido. Y ni siquiera leyéndolo es fácil conocerlo, pues tal como lo muestra el autor, me resulta demasiado complicado, quizá porque ha querido profundizar mucho, buscar claves y explicaciones al complejo entramado de la India, y una lectura atenta, pero a salto de mata, en lugares a veces poco adecuados, como los aeropuertos, o en momentos no idóneos, a menudo al final del día, ya cansado, no parece adecuada para asimilar cuanto en este libro se dice. Pero algo ha quedado en mí, y me ha ayudado a entender un poquito mejor lo que he visto y sentido en este corto viaje.


   Dice Alvaro Enterría que el viajero que aterriza en la India por primera vez suele recibir de entrada una impresión muy fuerte. No ha sido mi caso, quizá porque he viajado mucho y he visto bastantes países, quizá porque no he hecho otra cosa que dejarme llevar por los planes de la agencia de turismo. Supongo que más bien esto último, porque de haber llegado yo solo a Nueva Delhi, un país de unos 16 millones de habitantes, lo que es seguro es que me habría agobiado, incluso entendiendo bien el inglés, cosa que por desgracia no es así. Y tal vez, metido en la marea humana de esta enorme urbe, hubiera recibido esa fuerte impresión que cita el autor. Añade un poco después, que “a poco que el viajero se interne fuera del centro moderno de las grandes ciudades, se verá sumergido enseguida en una desbordante exuberancia que su mente no puede abarcar: demasiadas cosas para poder analizarlas. Exuberancia de población, razas y de tipos humanos, de vestimentas, de animales, de sonidos, olores, estímulos visuales, de suciedad y basura, de telas y colores...”  Y esto sí, esto sí que lo he comprobado en este viaje mío, aunque haya sido un mero viaje turístico.

He visitado fundamentalmente ciudades grandes, de entre uno y tres millones de habitantes, aparte de Delhi. Ciudades como Jaipur, la capital del Rajastán, o como Agra, y Benarés, en el estado de Uttar Pradesh, que se extiende por la cuenca del Ganges, o como Gwalior, en el norte del Madhya Pradesh, el estado vecino, al sur de aquel. Y ciudades menores, pero en modo alguno pequeñas, como Orchha y Kajuraho, un poco más al sur de la anterior. Las grandes tienen en común el enorme caos circulatorio en que viven inmersas, y la gran cantidad de gente que se ve ir y venir a pie, sorteando con total tranquilidad los numerosos vehículos que circulan como les da la gana, aunque eso sí, limitados por la simple norma de procurar no dar a otro y que no te den a ti. Y fuera de las partes modernas, si es que las tienen, lo normal es ver comercios por todos lados, sin escaparates, con carteles anunciadores en las puertas, bien abiertas para que se vean sus productos y tenderetes de lo que sea, de verduras, frutas, flores, de comida preparada, o simplemente los diversos productos expuestos en el suelo, sobre cestos o esteras. Por todas partes se venden flores, y guirnaldas hechas con ellas, para las ofrendas a sus dioses. La calle es un torrente imparable de bicicletas, ciclomotores, coches, camionetas, rixas (una especie de carro pequeño, generalmente cubierto, tirado por una bicicleta, para transportar personas) o mototaxis, que hacen sonar sus bocinas sin empacho alguno, como si así fuese más improbable el encontronazo de un vehículo con otro. Y tal vez sea así, puesto que a pesar del caos, no he sido testigo de ningún choque, lo que de entrada, pese a que no he frecuentado las calles sino lo preciso para la visita turística, es todo un logro. Excuso decir que atravesar la calle sin que te arrollen es una proeza. No obstante se le va cogiendo el tranquillo, y creo que, de haber estado más tiempo, enseguida hubiera adquirido la habilidad suficiente para caminar con cierta desenvoltura, como hacen los propios indios. Pero no es un plato de gusto para un occidental medio tener que caminar pendiente en todo momento del tráfico. Sin duda que forma parte del espectáculo que un turista va a contemplar, pero reconozco que, de haber ido por libre, hubiera preferido caminar con más tranquilidad por aquellos lugares que, fuera del bullicio y el tráfico imparable, son enormemente curiosos para un europeo, por ser tan diferentes a cuanto en Europa pueda verse, incluyendo Palermo o Nápoles, dos de las ciudades más ruidosas y caóticas, pero también más exuberantes, que conozco.


 El centro de las ciudades visitadas es similar en todas ellas. Parecen pueblos viejos, sucios y ruidosos, pero en modo alguno una ciudad, como las conocemos en Europa. Al menos esa es la sensación que me han dado Jaipur y Benarés, ambas de unos tres millones de habitantes, cuando he caminado cierto tiempo por sus lugares céntricos, comerciales y monumentales. El Palacio de los Vientos de Jaipur, cuya fachada, de profusa arquitectura y ornamentación, está en una calle corriente, sin cuidar, en la que el tráfico es continuo. La camioneta turística aparca un momento, y el turista sale de ella para hacer unas fotos y mirar anonadado aquella preciosa fachada que está allí como cualquier otra, con más tiendas de recuerdos en sus inmediaciones, y eso sí, con un encantador de serpientes junto a ella, como reclamo turístico: una foto, una propina. Tal vez todo eso forme parte del encanto del lugar. En Benarés los templos están por todos lados, pequeños y grandes, comunes, formando parte del paisaje urbano, en el que pueden pasar desapercibidos, entre tanto de todo: gente, coches, bicicletas, carros, tiendas, animales. Pero de repente tus ojos se posan en un pequeño espacio en el que hay unas campanas que unas mujeres tocan, y después juntan las manos y miran al frente, quizás a algún dios. Descubres así, inesperadamente, un templo, mezclado en el inmenso y vertiginoso caleidoscopio de las calles. Todo está mezclado allá y las imágenes entran y salen de ti como partes de un rompecabezas, que tu mente ha de recomponer, o dejarlo así, deshecho, tal como te llega, sin tiempo ni deseo para trabajo alguno. Estás de paso, de visita, para mirar y hacer fotos, a fin de poder atrapar un poco de todo eso que te penetra sin quedarse.


Samode

 No es igual en los pueblos, o al menos, debería decir, no lo es en los pocos pueblos en los que entramos. Uno de ellos, camino de Orchha, del que no sé su nombre, aunque seguramente el conductor de nuestro vehículo nos lo diría. No es fácil captar las palabras pronunciadas en indi, ni siquiera en inglés, a menos que te las escriban. Poco da, no obstante, y basta decir que sería un pueblo cuyo núcleo principal tendría unos diez mil habitantes. Entramos en él para visitar un antiguo palacio de un rajá, bastante deteriorado, pero que conservaba gran parte de su encanto. Llegamos hasta el mismo palacio, con apenas tráfico, con apenas ruido. Las calles eran estrechas y poco concurridas. Tal vez el motivo fuera que gran parte de la población estaba reunida en un espacio abierto, delante del palacio, bajo un gran toldo, celebrando cualquiera sabe qué al ritmo de una música tradicional con ciertos toques modernos. De aquel agrupamiento urbano llegaban voces, sonidos, que en modo alguno formaban algo parecido al ruido de las ciudades. Y en Samode, otro pueblo, este camino de Jaipur, donde nos paramos a comer en el palacio de un marajá, y por una de cuyas calles caminamos, la sensación era similar, cierta tranquilidad, otro ritmo de vida, adecuado para el juego de un padre con sus hijos, o para la contemplación de un muchacho subido en cuclillas sobre un murete de la calle. De repente otro grupo de personas, muchas mujeres, con sus vistosos saris, y unos pocos hombres que discuten por algo. Un muchacho corre hacia mí, al verme diferente, haciendo fotos, sabiéndome pues un turista, esperando quizá un caramelo o un lápiz, cosas que desgraciadamente no tenía, de manera que se conforma con ver en la pantallita de mi cámara la foto que le hago después de obtener su asentimiento. No te asedian en los pueblos, como en las ciudades. Te miran con cierta curiosidad, o te ignoran, acostumbrados a ese ejemplar humano llamado turista, que con otro color de piel y con cámara en mano, aparece de vez en cuando por su pueblo.

   Es también un poco la diferencia entre una carretera de varios carriles, que unen ciudades grandes, y las carreteras pequeñas, estrechas y en mal estado, que unen los pueblos o ciudades de menor importancia. En aquellas son los camiones los que predominan, y sólo mucho más allá de ellas se puede ver un poco de vida humana, andando por caminos o trabajando en diversas faenas del campo. La carretera que va de Delhi a Jaipur está llena de camiones. No son camiones como los nuestros, aunque como estos transporten mercancías, porque van engalanados de forma muy curiosa. Llenos de colorido, brillantes, con guirnaldas como las de las fiestas de acá, con pegatinas reflectantes, parecen competir a ver cuál es más llamativo. Este afán por el adorno y el color no es exclusivo de los camiones, también se ve en los vehículos de la ciudad, como los motocarros, expresión quizá de espíritus alegres y extrovertidos, lo que sin duda son la mayoría de los indios. Pero en las carreteras que unen los pueblos la circulación es bien distinta. Predominan los vehículos poco pesados, las motos, las bicicletas, o el simple caminar de la gente. Hay además vacas sueltas, como las hay en las ciudades y los pueblos. Pero aquí el tráfico, desde la camioneta en que viajábamos, no parece menos peligroso. Siempre con prisa por llegar, el conductor hacía adelantamientos que jamás me hubiera atrevido a hacer. No es el único, sino sólo uno más que se adapta a la norma no escrita de apañárselas uno como pueda para no embestir y no ser embestido. Cuando decidía adelantar, a menudo se veían bicicletas en sentido contrario. Procuraba no arrollarlas, pero lo conseguía la mayoría de las veces, porque simplemente se apartaban, se salían de la calzada, al arcén arenoso, para volver a ella pasado el peligro.
   Lo mejor de ir por carreteras pequeñas es que se puede ver más fácilmente la vida de la gente, cuando atravesamos los pueblos. A veces, al disminuir la marcha, porque por ejemplo se interpongan vacas en el camino, se acercan los chiquillos a vernos o a saludarnos, esperando casi siempre, eso sí, algún caramelo, que ellos llaman chocoleit. Camino de Kajuraho tuvimos un pinchazo y Rajú, el conductor, tuvo que parar para cambiar la rueda. Mientras lo hacía, ayudado un poco por mi amigo Franky, se acercó primero un niño a ver, pero en seguida le siguieron otros, y otros. Miran, nada piden, aunque esperen algo, y sólo cuando ven que les ofrecemos cosas, se animan. A los chiquillos, cualquier cosa les alegra y les ilusiona.

Pero naturalmente esto no es conocer la vida rural de la India. Ni por asomo. Apenas unas imágenes diferentes, algunas manifestaciones de curiosidad y de alegría, y poco más. Es fácil sobrevalorar la vida rural por su aparente sencillez y tranquilidad, como lo contrario por su falta de medios, su pobreza. Puede que ni una ni otra cosa sean del todo ciertas. Así que me limito a constatar lo que vi, nada más.

El día que pasamos en Kajuraho, hicimos una excursión facultativa, después de comer, a las cataratas Panday. Como hacía ya mucho que no llovía, no vimos tales cataratas, sino una árida garganta rocosa en la que el agua, abundante durante los monzones, se reducía a unas cuantas charcas, más o menos grandes, en las que se había estancado. Dudo que siquiera hubiese una pequeña corriente de agua entre ellas. El lugar, no obstante, tenía su atractivo: calma casi absoluta, naturaleza bien conservada, aunque todo estuviera muy seco, y fauna accesible. 

Garganta Panday

 Y sobre todo, de ahí que lo refiera ahora, nos permitió conocer una casa rural. Tal vez estaba incluido en el programa, tal vez fue cosa del conductor –uno especial para esa excursión, no Rajú, el conductor que llevábamos desde Gwalior-, lo cierto es que nos paró junto a una casa aislada en el campo, pudimos entrar en ella y allí una señora, ataviada con su sari o vestimenta similar, nos mostró cómo hacía ciertas faenas, tales como conseguir mantequilla de la leche de búfala, o hacer tortas de pan, en un periquete, que después nos ofreció con un guiso ya listo. La mujer sin duda esperaba que en cualquier momento parasen turistas, estaba preparada para ello. Le ayudaba su hijo, un adolescente que nos dijo estudiar en Kajuraho. Había con ellos una niñita, sin duda la hija y hermana, que mostraba cara medrosa, como si tuviera recelo de los extraños. Lo cierto es que durante aquel rato que pasamos allá, pudimos ver qué sencilla era la casa, tal como lo refiere Enterría en su libro al hablar de la vivienda rural. Había un patio delantero con algunos árboles –un papayo en el medio, en un alcorque. La fachada era de ladrillo, con un zócalo alto y encalado. En ella había puestas a secar tortas de estiércol, que después usan como combustible, y que apilan en el patio, una vez secas. La casa tenía una sola habitación, sin muebles, con jergones para dormir, y pasando esta se accedía a una especie de cobertizo, que vendría a ser cocina y comedor. En él nos mostró la señora la forma de hacer el pan. Molió unos granos pequeños, como de mijo, para hacer harina. Esta la mezcló con agua y sal, y amasó la mezcla con un rodillo. Hizo con su mano unas tortas, y las colocó sobre un cuenco de barro puesto al fuego. En unos minutos hizo todo. Seguía a la “cocina” una huerta de la que obtener parte de los alimentos de subsistencia. Pero ni pudimos entendernos con la mujer, ni apenas con el hijo y el conductor, que hablaban algo de inglés, de manera que nos limitamos a mirar, hacer fotos, y dar las gracias con un billete de cien rupias.
   


  
   
  
    Supongo que la mayoría de la gente que viaja a la India, ha oído hablar alguna vez de las castas, una forma de organización social exclusiva de este país. He sabido por Enterría que fueron los portugueses quienes utilizaron por primera vez esta palabra, para referirse a los diferentes estamentos en que vieron estaba dividida la sociedad india. Pero añade que tal palabra tiene el inconveniente de referirse a dos realidades distintas: los varnas y las jatis. Varna significa clase, color, mientras que jati significa especie o nacimiento. Los varnas son cuatro: Brahmanes, Kshátriyas (Reyes, administradores, guerreros), Vaishyas (comercientes y trabajadores por cuenta propia) y Shudras (artesanos y trabajadores por cuenta ajena). En cambio los jatis me ha parecido entender que se corresponden con ciertos oficios, que pasan de padres a hijos, que pueden ser los predominantes en distintos pueblos. Una jati puede constituir en ellos la casta dominante, que podría corresponder a una varna inferior. En fin, es algo lioso, pero en su conocimiento asienta en gran medida la comprensión de cómo funciona la sociedad india, especialmente en los pueblos. En la ciudad, en donde la sociedad de consumo exportada de occidente ya está imponiendo sus normas, el sistema de castas empieza a perder terreno. La India, pues, está cambiando, y me temo que no dejará de hacerlo en los próximos años, más para mal que para bien. De hecho, creo que las grandes ciudades que he conocido, caóticas, ruidosas, donde la miseria y la mugre es más evidente que en los pueblos, son consecuencia en gran medida de la sociedad de consumo que desde hace unos años progresa cada vez más. Dice Enterría que hace veinte años había muy pocos vehículos en las ciudades. En cambio ahora, la competencia y el deseo de ganar más, ha hecho que proliferen bicicletas y motos –más accesibles para la mayoría- pero también coches, motocarros, etc, lo que ha traído el ruido y el caos circulatorio imperante en ellas.
   El caso es que esto de las castas lógicamente es inapreciable para un extranjero que acude a visitar la India por unos días. Lo que un turista puede apreciar es que unos viven mejor que otros, pero que la mayoría vive mal. Parece ser que apenas hay hambre, aunque la alimentación deficiente es un hecho: no hay más que ver qué flacos están la mayor parte de los indios. Sin embargo, en mi opinión esto no es más terrible que la sobrealimentación de que adolecemos en los países desarrollados, con buen nivel de vida. Además lo último es por supuesto mucho más escandaloso. No obstante, aunque no sufran hambre, sus vidas parecen bastante más precarias que las nuestras, especialmente en lo que concierne a la salud pública. Esas cantidades ingentes de basura, esas aguas sucias en las que se bañan, son sin duda fuente de enfermedades. Y enfermedad significa sufrimiento. Ahora bien, el sufrimiento es subjetivo, y es como tantas cosas relativo. Depende de a lo que estemos acostumbrados, de lo que nos hayan enseñado, de lo que hayamos visto a nuestro alrededor. Los indios parecen conformes con su situación, y resignados ante sus males. Tal vez eso les permita sobrellevar mejor la adversidad. Un occidental, como yo mismo, diría que esto no es bueno, que mejor es rebelarse y luchar por una vida más saludable y feliz. Y naturalmente, creo que también esto es relativo. ¿Somos más felices aquí, con todos nuestros medios y bienes, que allí, rodeados por la precariedad a la que me he referido?

    He escuchado a menudo que la gente que va a la India, vuelve cambiada, con otra visión del mundo. No sé si es un tópico, pero sí que eso ha hecho que considere especial a este país. ¿Qué ve la gente en él, para sentir el deseo de cambiar? ¿Se da cuenta de lo accesorias que son las cosas materiales que a veces anhelamos, y desea superar este obstáculo para ser más feliz? ¿Por qué la India es tan especial? ¿Lo es más que otros de su entorno, por ejemplo, como Myanmar, Vietnán o Laos? He estado en este último país, que es también muy diferente al nuestro, y la vida elemental de la mayoría de la población, su aparente desapego de las cosas, el espíritu budista que la anima, lo hacen sin duda también muy especial, pero Laos siempre ha sido un país poco conocido, cuya cultura apenas nos ha llegado ni siquiera por documentales: esa puede ser la diferencia con la India. Esta nos es mucho más conocida, tal vez a través de los británicos que la colonizaron, tal vez porque ha tenido un papel más preponderante en la historia del mundo. No lo sé. A lo que quiero llegar es a que la India es un país único pero no en mayor medida que lo son otros, como China, o como Guatemala, ambos con culturas muy antiguas e importantes.
Yo no he vuelto cambiado, por supuesto, de la India. Siempre que voy a países de los llamados del Tercer Mundo, me siento inclinado a reflexionar sobre el valor de las cosas, nuestras cosas, y suelo preguntarme, como ya he hecho tras este viaje, si son más infelices que nosotros. En muchos casos no lo parecen.
   Una de las peculiaridades de la India, que podría explicar el cambio operado en quienes la visitan, es su espiritualidad. Su religión, sus creencias. Mayoritariamente es un país hinduista. No he sabido en qué consistía el hinduismo hasta ahora, y ni aún ahora, que he leído este libro tan completo, lo sé bien. El hinduismo parece ser una religión multiforme, que admite de todo, que todo tiene cabida en ella, incluso las demás religiones. La consecuencia de esto es la tolerancia, lo que en mi opinión es una de las virtudes humanas más admirables. Quizá sea esto lo que hace tan especial a la India tradicional. A lo largo de su historia las guerras, los disturbios, las rencillas, sólo han llegado de mano de los invasores, que han pretendido imponer su religión y su criterio.
   La religiosidad de este país yo la he sentido palpable en Benarés, la ciudad que, quizá por ello, más me ha impresionado. Benarés es la ciudad santa del Ganges, y a ella acuden cuantos desean sentirse más puros, mejores, y hacer méritos para superar el samsara, la rueda de las reencarnaciones. Y lo que la hace santa es precisamente la madre Ganga, cuyas aguas son sagradas. Poco da por tanto que estén sucias, o que a veces trasporten cadáveres flotantes. Nuestra visión de occidentales no puede entenderlo, pero al parecer es así. ¿Cómo sentir asco de bañarte en aguas que purifican?


 Fue la última ciudad de la India que visité. Si Jaipur, con sus cerca de tres millones de habitantes, me pareció una ciudad ruidosa, caótica y sucia, Benarés, de una población semejante, la supera. Quizá porque llegamos por la tarde, a una hora de máxima afluencia. Me es imposible describir aquello. ¡Había tanto de todo! La gente estaba, mirando, vendiendo, hablando; la gente compraba, rezaba, iba y venía. A veces, entre la gente, alguna vaca aturdida. Y los vehículos, innumerables y de todos los tipos y colores, en un flujo ensordecedor que viene y va, pidiendo paso a golpe de claxon, embistiendo a poco que te descuides. Los edificios, cochambrosos y sucios, en consonancia con el pavimento, donde se acumula basura por doquier. Notables edificios a veces, sin duda de mejor pasado que presente. Y sin embargo, huele bien Benarés, o al menos no huele mal. El mérito puede ser de los numerosos puestos de guirnaldas de flores. En una ciudad santa hay aún mayor motivo para las ofrendas a los dioses.
   No anduvimos más de media hora para acceder a los ghats o escalinatas del Ganges, a donde llegan los peregrinos que buscan purificarse en sus aguas. Como la estación de los monzones quedaba ya lejana, el nivel del río era bajo. Los que se bañaban en él, pues, tenían que pisar el cauce de tierra, en parte descubierto, de manera que removerían el lodo y las aguas, de por sí sucias, lo parecían aún más. Con todo, el peregrino no creo que tuviera más escrúpulos que con el río alto. Se zambullían en aquellas aguas con cierto deleite, superada, supongo, la primera sensación de frialdad transmitida por el agua. La temperatura, aquella tarde, no pasaría de los veinte grados. Yo miré a quienes se bañaban (no eran muchos), pero asimismo a quienes pululaban por los ghats: santones, vendedores, peregrinos, simples curiosos, turistas.
   Como atardecía, nuestro guía contrató los servicios de una barca a remo. La manejaba un hombre que por su aspecto parecía viejo. Me gustó el rostro sereno que descubrí en él. Remaba sin prisas, sin que pareciese le costara hacerlo, realizando simplemente su trabajo, acostumbrado a aquel ambiente que de seguro no le impresionaba como a nosotros. La barca, a unas decenas de metros de la orilla, avanzaba paralela a ella, al tiempo que quienes la ocupábamos mirábamos con curiosidad todo, deseando atrapar cada imagen, cada escena, con nuestras cámaras. No me pregunté entonces por este impulso unánime en los turistas, como yo mismo, aunque no pude evitar sentir en algún momento que era un intruso, justo por ese afán de querer fotografiar todo. Lo hago ahora y me digo si es lícito irrumpir de forma tan masiva y descarada en estos santuarios naturales donde los nativos realizan sus ritos, acostumbrados quizá a nosotros, a quienes toleran con resignación o con indiferencia. Sentía que invadía la intimidad ajena, aunque ocurriera en un escenario público. Que lleguen curiosos a este mundo tan peculiar es natural. Que se entremezclen con respeto entre la gente, observen, analicen, se hagan preguntas..., es esperable y bueno. Que lo invadan sacando fotografías a diestro y siniestro ya no me parece tan bien. Y sin embargo, allí estaba yo, como uno más, evitando hacer la reflexión que hago ahora. A menudo, en estos mundos tan diferentes al nuestro, donde la gente y sus costumbres constituyen un espectáculo para nosotros, debo luchar entre el impulso de capturar las escenas con mi cámara, y el respeto que la gente se merece. Me digo que no hay nada malo en fotografiarla, porque no busco negociar con esto, ni reírme, ni alcanzar notoriedad por una buena fotografía obtenida al azar, simplemente apuntalar mis recuerdos, tan frágiles. Pero yo creo que hay lugares en los que la presencia de los turistas, especialmente si son multitud, rechina y molesta a la vista, pero sobre todo resulta indecorosa. Algo así ocurría en Benarés, aunque la profusa presencia de turistas, la mayoría, como nosotros, en barcas, fuera relativamente silenciosa.
 Nuestro objetivo era llegar hasta un lugar donde se hacían cremaciones. Pronto vimos en la distancia el fuego, y el humo que se esparcía en el aire. El guía nos dijo que cuando nos acercásemos, no se podían hacer fotos, en señal de respeto. Acatamos la norma y observamos con curiosidad las piras funerarias –había tres-, los familiares de los difuntos pendientes de ellas, los amigos, los curiosos. Los prismáticos que llevaba para la observación de aves, me permitieron ver la escena de cerca. Me sobrecogí al descubrir en una pira los pies desnudos del difunto que el fuego devoraba. Seguramente alguien que no había sido amortajado por falta de medios. En las otras piras sólo se veía el fuego, y quizá en una la silueta de un cuerpo que ya estaba carbonizado. Pero el atractivo de aquello era estar allí, respirando aquella atmósfera peculiar, mirando aquella escena abigarrada que se repetía día tras día desde tiempos inmemoriales. No eran los detalles, en este caso, lo que interesaba.
  Antes de regresar el guía nos dio unos pequeños cuencos adornados con pétalos, en cuyo interior había una vela. Cada uno depositó en el Ganges el suyo, con la vela encendida, como una ofrenda de la que se espera que se cumpla un deseo. Fueron quedando a la deriva, como otros muchos, y por unos segundos yo vi aquellas pequeñas luminarias en la noche como un rosario de anhelos ocultos.


  Asistimos después a una fiesta, en los ghats, en honor de la madre Ganga. Seis o siete estrados con petalos de flores acogían a otros tantos sacerdotes, muy jóvenes, que alternativamente iban ofreciendo al río, fuego, aire o flores, al tiempo que no paraban los cantos y los sonidos de pequeñas campanas, que unos muchachos, colocados más atrás de los estrados, tañían a intervalos. Una multitud, más de peregrinos que de turistas en este caso, asistía al festejo. Yo lo contemplé desde lo alto de una terraza de un sencillo café, a donde nos condujo el guía. Al principio tuve la sensación de que era solo un espectáculo turístico, pero poco a poco, los sonidos, los cantos, los sahumerios, me fueron conduciendo a la realidad de un festejo tradicional auténtico, al margen de turistas y de cualquier provecho comercial, aunque lo hubiese.
 Al día siguiente, bien temprano, nos levantamos para acudir a los ghats a contemplar las abluciones, y quizá –aunque la hora no fuese la mejor para ello- alguna cremación más. Era de noche aún cuando llegamos, y ya había algunos creyentes que se animaban a darse el baño purificador. Nos volvimos a subir a una barca, en la que, en esta ocasión, remaba un muchacho. Conforme nos fuimos moviendo aguas arriba, fue amaneciendo. La oscuridad fue reemplazada por la penumbra, y esta por un luz gris-azulada. Los edificios de los ghats fueron cobrando forma y color, aunque todo se veía aún desvaído por la ausencia de los rayos solares. Otras muchas barcas se movían con la misma finalidad, es decir, formando parte de un programa turístico. Por fortuna imperaba un relativo silencio, y era posible disfrutar aquel paseo fluvial a tan temprana hora.
   Al regreso nos adentramos en el dédalo de callejuelas del centro de Benarés. Estrechas, viejas, sucias, tenían el atractivo de lo diferente, de lo diferente que además se visita y se deja. Los turistas éramos entonces muy pocos, como los propios indios, y se circulaba con facilidad. Las calles eran tan estrechas que apenas podían pasar vehículos, todo lo más alguna motocicleta. Alguna vaca perdida caminaba por las calles. Aquí y allá hornacinas con un dios al que hacerle ofrendas. Para acceder a la zona donde se encontraba el templo de Oro, hindú, y la mezquita de Aurangzeb, tuvimos que dejar todas nuestras pertenencias en un comercio, donde por acuerdo previo se brindaban a cuidarlas. Una vez dentro, vimos desde la calle el templo de Oro, y más allá las cúpulas de la mezquita. Podías captar un poco de la actividad que había dentro, pero nada más. Y tras esto, concluyó nuestro encuentro con el Benarés sagrado, espiritual.

    Otra cosa que me ha llamado la atención en la India, ha sido el respeto que prodigan a los animales, que son criaturas de Dios, igual que el hombre, aunque éste se encuentre en un nivel superior. Los animales forman, por otro lado, parte del samsara, y si por tanto el hindú se puede reencarnar en un animal, más vale respetarlo. El Jainismo predica la no violencia más absoluta, hasta el punto de que sus practicantes abandonan ciertos oficios en los que puedan dañar o matar animales, como el de agricultor. El hinduismo no llega a tanto, pero aboga igualmente por el respeto a los animales.
   La vaca es un animal sagrado, que simboliza a la madre, puesto que “es mansa y dulce y nos ofrece generosamente sus dones sin pedir nada a cambio”. Añade Enterría que no es sagrada por oposición a lo profano, ya que todos los animales son en cierta forma sagrados. La vaca, sin embargo, sería el más sagrado de todos. De ahí que no se las mate, y que se las desate cuando son viejas e inútiles, para que vaguen a sus anchas, y puedan morir en paz. Deduzco de esto, que las vacas con las que nos hemos topado de vez en cuando en calles y caminos, son vacas viejas, débiles, que sólo esperan ya morir.
   Otro animal que se ve pulular por las ciudades son los monos. Unos, los langures, son grandes y de cara negra, y por lo general solitarios. Otros, más pequeños y de cara blanca, son macacos. Estos se mueven en grupos, por los tejados, robando fruta y verdura, o aprovechando parte de las basuras. A veces da la impresión de que pelean entre sí, tal vez disputándose comida. Provocan ciertos destrozos, pero se les respeta sobre todo por su asociación con el dios mono Hanumán.
   En los parques y en los recintos arqueológicos con árboles son frecuentes las ardillas, unas ardillas inquietas, de rápidos movimientos, pequeñas y grises. Nadie las molesta.
   A diferencia del mundo occidental los perros no están bien considerados. Ocupan uno de los rangos más bajo entre los animales, a pesar de lo cual, también se los respeta. 
   De entre las aves, las más frecuentes y también las más ruidosas, son unos loros verdes, que a menudo surcan el cielo de zonas abiertas, entre cúpulas de palacios y árboles de zonas ajardinadas o salvajes. Asimismo, pero vistas más en la tierra, buscando su alimento, están las “Mynas” (denominación inglesa), unas especies de estorninos grisáceos y con una región amarillenta en torno a los ojos.

   Estar de viaje, de paso, implica que no podemos conocer bien a la gente, y además que es mucho más fácil ver su faceta más amable. Si además eres un turista convencional, que se hospeda en buenos hoteles y sólo frecuenta recintos típicos de turistas, la posibilidad de conocer de verdad a la gente, se reduce al mínimo. Sólo buenas caras y amabilidad cabe esperar en estos sitios.
   A menudo he tenido la sensación de que amabilidad y cortesía no eran gratuitas, que esperaban una propina. Me disgusta esta práctica, porque considero que al margen de que le den o no propina a uno, la gente debe cumplir bien su misión. Aprecio la amabilidad de quien es amable por talante, y no de quien espera agradar para recibir algo a cambio. Pero soy consciente, siempre que viajo a países con bajo nivel de vida, de que se espera del turista una remuneración extra por un servicio bien hecho, y de que una parte de sus ingresos proviene precisamente de las propinas. No darlas, por tanto, puede significar que no se está satisfecho con la tarea de quien te atiende, y que prefieres ignorar las carencias de los necesitados. Pero por otro lado no puedes estar dando continuamente propinas porque trates a gente que tiene poco. Este es para mí siempre un dilema que no sé cómo dilucidar. Si no doy propina a quien la espera, me siento mal; si la doy a quien no me cae bien, o harto ya de tanto darla, me siento estúpido. Concluyo que es un gasto que hay que asumir cuando se viaja a tales países, y punto.
Orchha
   Estando en Orchha tuvimos un guía local más bien seco, de una amabilidad escasa y forzada. Visitando un palacio, una vez recibidas sus explicaciones, tuvimos un tiempo libre, al final del cual, me fui acercando a donde nos esperaba. Como mis compañeros de viaje tardaban en aparecer, remoloneé un poco, hasta que finalmente llegué a su lado. Le hablé por cortesía y en un momento dado, no sé en qué contexto, le dije que la gente de su país me parecía amable. Él me respondió que sí, pero que esa amabilidad requería una contraprestación. Pensé enseguida que ésta era la propina, y me entraron ganas de no dársela cuando concluyeran sus servicios. Al final se la di como a los demás, por no tener que enfrentar una cara molesta.
    Fuera de los ámbitos más turísticos, especialmente en pueblos o ciudades pequeñas, la gente, en su mayoría pobre, parece amable. Es frecuente que al verte te sonrían o saluden. No suele molestarles que les hagas fotos, e incluso pueden posar para ti o contigo si se lo pides. Pero en los sitios más frecuentados por turistas se encuentran personas preparadas ex profeso para ser fotografiadas, a cambio de una propina, como ocurría con los santones de Benarés o con los encantadores de serpientes de Jaipur.
   Lo que es seguro es que los niños, como en todos los países pobres que he visitado, son más espontáneos, risueños y naturales. Pero si están acostumbrados a ver turistas, se acercarán a ti sobre todo para conseguir algo, caramelos, lápices o geles de baños. Debe ser que los turistas aprovechan los geles que ponen en los hoteles para regalarlos, a falta de otras cosas. Y si son vendedores, pueden ser tenaces como ninguno, hasta vencer tus defensas. Cómo rechazar a uno de esos chiquillos que esperan venderte algo: bolígrafos, llaveros, imanes, etc, por una módica cantidad de rupias, cuando a nosotros nos sobra dinero. El resultado es que uno vuelve cargado de objetos minúsculos, graciosos o simples, pero que tienen el encanto de ser de allá, y que se acaban repartiendo entre familiares y amigos. Recuerdo con ternura al muchacho, de unos diez años, que a la salida del Taj Mahal se empeñó en venderme cinco llaveros por un euro. ¿Para qué los quería? ¿Iba a acumular en mi equipaje cuanto me ofreciesen por poco, sólo por caridad? El muchacho nos siguió hasta que nos montamos en un coche de caballos que nos conduciría hasta el fuerte Rojo de Agra, bastante lejos del Taj Mahal, y como aún no me había convencido, se montó en el coche como pudo, sujetándose precariamente para no caerse, al tiempo en que insistía que le comprase los llaveros. Le ofrecí unas rupias a cambio de nada, pero no aceptó. Finalmente le di un dolar, e insistió en que cogiera los llaveros. Tenía su amor propio de vendedor; no quería caridad. Sonreí enternecido y le pedí que nos hiciéramos una foto juntos, cuando el coche paró. Se le ve feliz por haber conseguido lo que se proponía, aunque fuera poca cosa.
   El día que hicimos la excursión opcional a la garganta, circulamos por una carretera local, que pasaba por algunos pueblos. A la salida de Kajuraho, o en el primer pueblo, en un momento en que paramos por algo, se nos acercó un indio adulto para ofrecernos bolsas de caramelos con que obsequiar a los muchachos. Pretendia que se las comprásemos a precio de oro. Quería, en fin, hacer negocio con nosotros, y yo no accedí. Pero Celia, una de las chicas que venía con nosotros, compró más adelante una bolsa de caramelos por un precio más razonable. Por supuesto para tener algo que dar a los chiquillos que se nos acercasen.
 Como a la vuelta todavía tuviese los caramelos, los fue dando de cualquier manera cuando veíamos a niños, bien en los pueblos, bien caminando por la carretera. En algunos casos hubo que tirárselos, pues el conductor no iba a parar a cada momento. Los muchachos, al darse cuenta de que  arrojábamos algo, abrían los ojos y corrían a ver qué era. Se les veía felices al descubrir los caramelos, y esa felicidad, la de tener algo que no se suele tener, me era conocida, y sonreía también enternecido. Tal era la ilusión que a mí me producía un regalo cuando tenía ocho o diez años. Nunca hubo Reyes más felices que los de entonces.